El lunes 28 de julio fue un día importante: volvió el pájaro al que tanto cariño parece tenerle Nicolás Maduro. De acuerdo con el presidente, “otra vez” se le apareció el heraldo alado, en esta oportunidad para compartirle que Hugo “está feliz y lleno de amor de la lealtad de su pueblo”. Dejando de lado ciertas inconsistencias en la versión del mandatario chavista (la versión oficial hasta ahora había sido que el pajarito no traía mensajes de Chávez, sino que era el propio espíritu de Chávez encarnado), la noticia es importante: indica que Chávez está contento.
Razones no le faltan. Después de todo, está cada vez más cerca de consolidarse como un dictador de aquellos que viven luego en la mitología. No lo digo por nimiedades tales como que esta semana su sexagésimo onomástico fue celebrado con una torta de cumpleaños y una estatua (de él mismo) financiada por una petrolera rusa, ni tampoco necesariamente por el mito ornitológico, sino más bien porque acaba de ganarse lo que todo dictador inmortal necesita: un título decorativo. Y es que ha sido designado por el partido socialista venezolano como “líder eterno”, nombre que –aunque algo más humilde que los que atavian a grandes dictadores como Kim Jong-il (el Gran Líder, el Líder Incomparable y el Gran Sucesor de la Causa Revolucionaria)– significa que algo está haciendo bien desde el cielo y, entre picoteos, también desde la tierra.