Muchos consideraron equivocado que García embista contra el aumento de los sueldos ministeriales. Olvidan un hecho esencial: en los 80 nos malacostumbramos. Nos malacostumbramos a creer, por frívola inercia, que todo lo que hacía Alan era una burrada. Las críticas infundadas que aún hoy merece cada palabra suya prueban que el hábito pervive.
El buen Alan -que no es rencoroso- quisiera, luego de 29 años, refutar por fin a sus críticos. El plan está claro, para quien desee verlo, en su profético poema vacuno, a lo largo del cual nos habla del dolor de ser incomprendido (“vaca huérfana y preñada / de todos abandonada”) y del cambio que pronto llegará (“la vaca del Nuevo Mundo / tiembla sus ubres y pasta / cantando nanas de adiós”). La redención, no era para dudarlo, llegaría gracias a su arma más pura: su palabra.
Por eso, cuando asegura que la diferencia entre el sueldo de los ministros y el sueldo mínimo es la “distancia más injusta de todo el continente”, debemos leer entre líneas: pide perdón y dice que, como cuando nos exhortó a embanderar nuestras casas, está dejando de lado toda consideración técnica y racional, para hablarnos con lo que está detrás del teteo: su corazón. Y cuando dice que este tema obliga a una “gran transformación” política, solo es una patadita que nos recuerda, con ese dribleo quebrado, digno de un crack, por qué siempre será el político con mejor ritmo del Perú.
Perdonémoslo. Reconciliémonos. Y recordemos lo que ya su verso nos anunció escrito para 2016: “Lima oyó el final mugido / Y el ande entero tembló”.