¿Estaría de acuerdo con obligar a los niños altos a caminar encorvados para que los bajos no se sientan mal por la diferencia de tamaño? ¿Le parecería bien obligar a los chicos que corren más rápido a amarrarse un ladrillo a la pierna para que vayan a la misma velocidad que los más lentos? Sospecho que no. Y es que resultaría muy injusto limitar las posibilidades de vida de una persona solo porque las otras no tienen la suerte de estar en su misma situación.
Casi la mitad de la riqueza del mundo, según Oxfam, se concentra en el 1% de la población. Este dato, que circula con fuerza en estos días, es usado para denunciar una aparente situación de injusticia. Y también para reclamar que los gobiernos tomen acciones que supuestamente servirían para combatir la desigualdad. Léase: mayores impuestos a los ricos, leyes laborales más rígidas, regulaciones empresariales más limitantes, etc. Nos dicen que el mundo sería más justo si a los que logran correr más rápido se los obliga a desacelerar la marcha.
El inconveniente de esto, sin embargo, no es solo que sería injusto que se prive a quien tiene éxito de las ganancias obtenidas con su esfuerzo o por su buena suerte (cabe aclarar que nadie propone proteger al ladrón o al mercantilista). El problema también es que si se penaliza el triunfo, se destruyen las oportunidades de mejora de los menos afortunados.
El último Índice de Libertad Económica del Instituto Fraser divide a los países en cuatro grupos, en función a cuánta intervención estatal hay en el mercado. En el cuartil más libre, el 10% más pobre de la población tiene ingresos que casi triplican los de su par del siguiente cuartil y que, a su vez, son diez veces mayores que los de su par del cuartil menos libre. La expectativa de vida de los ciudadanos de los países del cuartil más libre, además, es en promedio superior en casi veinte años que la de los del cuartil más pobre. Esto no debería sorprender, pues quienes logran producir más riqueza crean en el camino trabajos y productos que mejoran la vida de su prójimo (y, además, los países más ricos tienen mayores recursos para ayudar a quienes no pueden valerse por sí solos).
Lo que realmente debería importarnos no es la desigualdad, sino si las personas mejoran su calidad de vida. Richard Epstein lo grafica bien con el siguiente ejemplo. En 1900 murieron aproximadamente 1.000 niños en Yorkshire, 247 pertenecientes al estrato de menores ingresos y 94 al estrato más rico. Un ratio de 2,5 a 1. Un siglo después, el ratio sigue siendo el mismo. La tasa de mortalidad de niños pobres aun más que duplica la de niños ricos. La desigualdad se mantiene. Sin embargo, el dato realmente relevante es que la tasa de mortalidad de los pobres se redujo de 247 muertes por cada 1.000 personas a 8. Y entre los ricos de 94 a 3.
La situación de los más desafortunados, además, viene mejorando considerablemente en la mayor parte del mundo. En los últimos veinte años, la pobreza extrema global se ha reducido a la mitad (y donde aún se resiste a reducirse suele ser en países que se siguen negando a abrir sus economías). Si continuamos por esta senda, y con un poco de suerte, el Banco Mundial estima que podríamos vivir en un mundo con 1% de pobres en el 2030.
Ahora, lo que hay que preguntarnos es: ¿Vale la pena sacrificar un futuro con 1% de pobreza porque en el presente no toleramos que un 1% tenga tanta riqueza?