Paul Milgrom y Robert Wilson, profesores ambos de Stanford, han sido distinguidos con el premio Nobel de Economía por su trabajo sobre la teoría de las subastas. Este año no habrá ceremonia en Estocolmo por la pandemia. Debe de ser una emoción singular para Milgrom, que ya estuvo ahí en 1996, cuando fue a recibir el premio en nombre de William Vickrey, que había muerto tan solo dos días después de anunciarse que lo había ganado.
Las subastas han existido desde tiempos inmemoriales, pero su estudio científico es relativamente reciente y comienza precisamente con Vickrey. Son dos los problemas fundamentales. El primero es cómo lograr que el objeto subastado termine en manos de quien pueda darle el uso más productivo, sobre todo cuando existen restricciones para su reventa. El segundo problema es cómo lograr los mayores ingresos posibles para el vendedor.
Hay distintos tipos de subasta. Una es la típica subasta inglesa, en la que los postores ofrecen precios cada vez mayores hasta que el martillero pregunta quién da más y ya nadie responde. Hay también la subasta holandesa, en la que un lote de flores frescas, digamos, se ofrece a un precio cada vez menor y que termina cuando alguien levanta la mano y acepta pagarlo.
Vickrey había demostrado un resultado sorprendente: que, bajo ciertas condiciones, el precio que el vendedor puede esperar es el mismo con cualquier tipo de subasta. Sin embargo, como sucede con otros “teoremas de irrelevancia” (como nos gusta llamarlos) en economía, lo interesante es qué pasa cuando tales condiciones no se cumplen.
Wilson se concentró en la incertidumbre sobre el valor del objeto subastado. Piense usted en un campo petrolero. La información geológica es limitada. Cada postor hace sus propias estimaciones sobre la cantidad de petróleo que contiene y el costo de extraerlo, y se forma una idea de lo que puede ofertar. Pero sabe que puede estar sobreestimando el valor y, lo que es peor, que cuanto más lo sobreestime, más posibilidades tiene de ganar la subasta. Para no caer en esta “maldición del ganador”, los postores tienden a ofertar mucho menos de lo que realmente creen que vale el campo.
Milgrom descubrió entonces importantes diferencias entre los dos tipos de subasta. La subasta inglesa va revelando información sobre el valor estimado por los distintos postores, lo que ayuda a cada uno a ratificar o rectificar su estimación original. La subasta holandesa, en cambio, es silenciosa. Apenas el primer postor abre la boca, se acaba. Ninguno tiene oportunidad de aprender nada de los demás. La maldición del ganador hace sentir su presencia, y se convierte en una maldición para el vendedor.
La lección más importante es que el mejor tipo de subasta varía según el objeto que se quiera vender. Milgrom y Wilson idearon un nuevo formato para la venta del espectro electromagnético en los Estados Unidos. Asumiendo que el valor de una frecuencia para un postor en una localidad dependía de qué otras frecuencias podía adquirir en localidades contiguas, diseñaron un procedimiento flexible que permitía ir armando, en sucesivas rondas, los paquetes de frecuencias con mayor valor para los compradores. Así fue como el Gobierno Estadounidense pudo recaudar US$120.000 millones por algo que durante casi un siglo había entregado gratis a las compañías de radio y televisión.
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