Hay empresas que usan agua del subsuelo para producir cosas como cerveza o gaseosas. También hay gente que la usa para consumo doméstico. En lugar de cañerías, tienen pozos; y no les llega una cuenta a fin de mes. Al menos, hasta ahora. Pero eso pronto va a cambiar. La Sunass, entidad con nombre de bronceador que regula los servicios de agua y saneamiento, ha publicado para comentarios del público el nuevo procedimiento de fijación de las tarifas para el uso de aguas subterráneas.
Los acuíferos o corrientes subterráneas se forman por la filtración del agua de las lluvias y los ríos a través del suelo y de las rocas del subsuelo. Son una reserva que se puede utilizar cuando llueve poco o cuando llueve demasiado (lo que hace aumentar la turbidez y dificulta la potabilización). Cada balde de agua que uno saca disminuye esa reserva.
Mientras la cantidad que se extraiga de los pozos no supere la recarga natural de los acuíferos, el agua del subsuelo es esencialmente un bien “libre”, como el aire de una playa desierta. Hay suficiente para todos. No escasea. Usted puede tomar todo lo que quiera; nadie se va a quedar con sed.
Pero cuando la extracción comienza a exceder la recarga natural, como ha sucedido en Lima en los últimos 20 o 30 años, entonces, el agua subterránea se vuelve un bien escaso. Lo que se saque hoy podría necesitarse mañana si hubiera una sequía. Es justo, racional, eficiente que pague usted lo que costaría recargar el acuífero por medios artificiales –obras que ayuden a aumentar la filtración hacia el subsuelo– para mantener la reserva en un nivel adecuado para las necesidades de la población.
Este es el principio fundamental que anima la propuesta de la Sunass. La tarifa por el uso del agua subterránea debe cubrir, a lo largo del tiempo, tanto los costos de inversión como los costos de operación y mantenimiento de las obras necesarias para recuperar o incrementar el nivel de los acuíferos. Es un principio económico correcto. Dicho esto, sin embargo, algunos aspectos de la propuesta podrían mejorarse.
El primero es que la tarifa no se aplica a los agricultores. A menos que paguen por un concepto similar bajo otra norma, no entendemos la motivación. Los usos agrarios reducen la reserva de agua tanto como los domésticos o industriales; e imponen a la sociedad los mismos costos de inversión y de operación para recuperarla.
El segundo punto es que la tarifa se revisará cada cinco años. No es conveniente establecer un plazo rígido. La tarifa debe revisarse cada vez que la extracción real o proyectada supere la capacidad de recarga del acuífero, en un horizonte de tiempo compatible con el que tome ampliar esa capacidad. La idea –plausible, por cierto– de dar predictibilidad a la tarifa no debe imponerse a la racionalidad económica. Las empresas y consumidores están acostumbrados a un mundo en el que los precios cambian todos los días, según cambian las condiciones de producción.
Un tercer punto es que un porcentaje de la tarifa irá a un fideicomiso para financiar inversiones futuras. Sería más racional que sirviera para garantizar el financiamiento de las obras existentes, que son las que justifican el cobro de la tarifa. Con esa garantía, una empresa como Sedapal podría ir a los bancos o al mercado de capitales y conseguir los fondos para construir más obras oportunamente.