Esta semana se realizará la decimotercera cumbre del G-20 en una Argentina en plena crisis económica. Por falta de reformas necesarias, Argentina se encuentra con un peso devaluado en 50% en lo que va del año, 45% de inflación y dependiente del rescate financiero más grande de la historia del Fondo Monetario Internacional.
No hay nada que pudiera haber hecho el G-20 para prevenir la crisis. Las raíces del problema argentino son meramente locales y su solución –el cambio de política doméstica– tiene que venir desde adentro si pretende ser duradera. Aun así, los líderes de la Unión Europea, Argentina y los otros 18 países con las economías más importantes del mundo que conforman el G-20 se reúnen una vez al año para proponer soluciones a grandes problemas económicos y no económicos a través de la colaboración internacional.
La reunión de este año propone tratar el desarrollo económico, la infraestructura, el futuro del trabajo y la igualdad de género, entre otros temas. Es poco serio intentar abarcar tantos temas amplios con el fin de llegar a un consenso sobre ellos en una declaración final, algo que suele ser una meta principal de estas reuniones. Necesariamente, el comunicado final queda en promesas y generalidades.
Siempre ha sido así. Según la Universidad de Toronto, por ejemplo, los líderes del G-20 hicieron 213 promesas en la cumbre del 2016. Muchas se cumplieron de alguna forma, muchas no, pero la mayoría no dependían del G-20 para que se cumplan. Lo que es peor, el G-20 se convierte en un vehículo del cinismo y la hipocresía. Los tres miembros Latinoamericanos (México, Brasil y Argentina) tienen uno de los sectores laborales más rígidos del mundo, responsables de altísimos niveles de informalidad y baja productividad. ¿Cómo se le ocurre a Argentina tratar el futuro del trabajo cuando su política es una de las más atrasadas? De la misma manera, el príncipe heredero de Arabia Saudí, país donde no se respetan los derechos de las mujeres, ¿que dirá acerca de la igualdad de género? Por no hablar de los derechos humanos…
Es un milagro que pueda haber consenso absoluto cuando la membresía del G-20 consiste en democracias avanzadas, dictaduras como las de Rusia o China, democracias pobres (India) y regímenes populistas cada vez más autoritarios (Turquía), cada uno de ellos con sus propios, y frecuentemente opuestos, intereses.
Todo eso no quiere decir que no haya temas que valen la pena tratar a nivel internacional. El comercio es uno de ellos. Se supone que el G-20 existe, entre otras cosas, para mantener el orden económico liberal global. Lamentablemente, no necesariamente podemos contar con eso. La Organización Mundial del Comercio reporta que los países del G-20 aplicaron 40 medidas proteccionistas afectando US$481.000 millones desde mediados de mayo a mediados de octubre. Esto sobrepasa las medidas para facilitar el comercio y representa un récord desde que se empezaron a tomar estas mediciones.
Lo que más pesa en esos cálculos es la relación entre China y Estados Unidos y el potencial de que se desate una guerra comercial generalizada. A pesar de no estar en la agenda, ese tema coyuntural predominará en el debate público durante la cumbre, pues es uno de los temas internacionales que más afectará el crecimiento global. Como en otros temas, sin embargo, su solución no requiere del G-20 sino, en este caso, de un G-2 (China y EE.UU.).
Realmente hay que preguntarnos, más allá del teatro político, ¿para qué sirve el G-20?