Si deseamos entender de qué habla la gente cuando se refiere a ‘beneficios sociales’, descubriremos que cada quien los define de modo distinto. Algunos los enfocan como gracias o generosidades del empleador, otros como casi todo lo contrario: derechos laborales extraídos a estos últimos –luego de alguna heroica lucha sindical o producto de la toma redistributiva de algún burócrata– y algunos otros como fruto de los estándares laborales globales.
Detrás de esto emerge su condición de botines en peligro de extinción (a los que no habría que dejar escapar). Después de todo, los empleadores no siempre son generosos, las luchas sindicales pocas veces defienden a los trabajadores, las burocracias demagógicas resultan cada vez más impresentables y la estandarización global de lo laboral en estos tiempos –pese a las iras de los funcionarios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)– ya no va justamente por inflar las cargas a la creación de puestos, sino hacia su flexibilización.
Pero los beneficios laborales no implican derechos humanos indiscutibles. No me refiero a que toda persona no tenga el derecho a trabajar. Me refiero a que no existe el derecho a un puesto de trabajo adecuado. El desempleo puede ser parte flagrante de la realidad.
En una nación como la nuestra, donde se traban las inversiones, se encarecen regulatoriamente los puestos, se subsidia la compra de maquinaria, se desincentiva el empleo en actividades transables (con un dólar artificial) y es deplorable la oferta de la educación pública, las cosas se complican hasta lo absurdo.
Por otro lado, los beneficios laborales pueden significar contenidos difusos, pero las cargas en las planillas sí que existen. Destruyen antes del hecho muchos puestos formales. Detrás de la idea de darle por decreto beneficios a todos, emerge la realidad: no todos –además de recibir algún salario líquido– pueden aportar para financiar las cargas laborales que impone la burocracia.
Los beneficios no se pagan porque el empleador, los sindicatos o la burocracia así lo disponen. Se pagan cuando se pueden pagar. Cuando la productividad del trabajador no da la talla y no alcanza para pagar un salario que incluya las cargas, entonces no hay empleo formal. Superemos la ideología y las ilusiones. Todo sale de la piñata del trabajador (su productividad).
Sin embargo, al grueso de la gente los detalles económicos le importan un comino. Los opositores a la ‘ley pulpín’, por ejemplo, exigen cargas laborales completas para todos. Aunque estas impliquen que la mayoría se quede sin empleo (formal).
Sí, amiguitos columnistas de izquierda: los llamados beneficios laborales son truchos. Repito: todas las correas salen del mismo cuero (la productividad del trabajador). Es allí donde hay que trabajar.
Y reconozcámoslo: su cerrada defensa de las cargas laborales es lógica. Negocios son negocios y el statu quo que tanto defienden les asegura frustración laboral, entonces, electores buscando patear el tablero.