Ya está por empezar la Copa Mundial en Brasil, el país que más veces ha ganado ese torneo. Brasil también pretende ser el líder de América Latina y destacarse entre las economías emergentes globales. Pero, ¿es el brasileño un modelo de progreso a seguir como algunas veces se ha oído decir en el Perú?
Las reformas implementadas por los brasileños en los noventa produjeron la estabilidad y el crecimiento económico que en este siglo han transformado aspectos importantes de la sociedad. La clase media aumentó del 35% de la población en 1990 a alrededor del 50% hoy. La pobreza ha caído del 31% en el 2005 al 18% el 2011, debido mayormente al crecimiento. Las reformas han modernizado algunos sectores, como la agricultura, incrementando las exportaciones.
Pero el crecimiento en la última década ha promediado un 3,7% anual, menos de la mitad del de China y relativamente bajo en un tiempo de apogeo en el precio de las materias primas. De hecho, no parece sostenible ya que esa bonanza se está desinflando, y Brasil continúa imponiendo las que sin duda están entre las más formidables barreras a la creación de riqueza en la región.
El problema central de Brasil es que cuenta con un Estado gigantesco. El gasto público que en los ochenta era del 20% del PIB se ha disparado al 40% hoy. Para financiarlo, Brasil administra el sistema tributario más oneroso del mundo, según la consultoría PwC. Las regulaciones también pesan. El Banco Mundial ubica a Brasil en el puesto 116 de 189 países en cuanto a facilidad de hacer negocios. A pesar de abrir algo su economía al comercio global, sigue siendo una de las más proteccionistas del mundo. En su índice de libertad económica, el Fraser Institute posiciona a Brasil en el puesto 102 de 152 países (el Perú está en el 22). No debe sorprender que bajo estas condiciones, la productividad del trabajador brasileño sea menos que la mitad del de Chile, país con la economía más libre de la región, y que además el 39% del PBI esté en el sector informal.
Una de tantas áreas que necesita más reformas es el sistema público de pensiones. A pesar de ser un país joven, el gobierno gasta más del 11% del PBI en ello, sistema que ya tiene un déficit del 3,2% del PBI y va a la bancarrota. Bajo este esquema, quienes se benefician son especialmente los empleados públicos de clase media a expensas de los demás. Es uno de los tantos casos que llevó a Michael Reid a concluir en su nuevo libro sobre Brasil que “la distribución de ingreso brasileño sería menos injusta si el Estado no interviniera para nada”.
Otra política que produce desigualdad e ineficiencia es el papel sobredimensionado de los bancos públicos que subsidian a todo tipo de corporaciones. Documenta Reid que en el 2013 les correspondía a los tres bancos públicos la mitad de la cartera de préstamos en el país. El incurrir fuertemente en política industrial también alienta la corrupción y el capitalismo de compadrazgo.
Un ejemplo lo dan los preparativos para esta Copa Mundial, que se están financiando con fondos públicos. Una vez que se supo en qué ciudades se iba a jugar el campeonato, la empresa de construcción Andrade Gutiérrez incrementó sus contribuciones políticas a las municipalidades de US$73.000 en el 2008 a US$37 millones en el 2012. Al final, terminó con contratos relacionados a la Copa con un valor superior a US$2.500 millones. Negocio redondo y probablemente legal. Encima de tales fenómenos, la Federación de Industrias de Sâo Paulo calcula que la corrupción le cuesta a Brasil hasta US$53.000 millones al año.
El fútbol muestra que los brasileños destacan cuando se les permite competir bajo reglas claras que se aplican igual a todos. Brasil se volvería un país modelo si pusiera en práctica esa misma idea en la economía.