Hace un par de meses, mi socio, el politólogo Carlos Meléndez, y yo viajamos a El Salvador para investigar sobre el terreno las supuestas maravillosas bondades reconocidas por muchas autoridades peruanas y latinoamericanas de lo que llaman el plan Bukele, un presunto salvavidas milagroso que promete rescatarnos a todos (a cualquiera) de las garras de la criminalidad.
Para conocer la historia reciente de El Salvador y sus dolores, hay que caminar por las calles de su capital y recorrer sus matices bajo el húmedo calor centroamericano, conversar con actores claves y sumergirse en librerías buscando los libros que registren los fenómenos que expliquen el presente. Esto último no es fácil. Por ejemplo, los libros sobre el pandillaje y las maras son casi clandestinos. Consultado sobre nuestro interés, un sigiloso vendedor sacó de un cajón un par de ejemplares que parecían estar proscritos. “Son muy sensibles”, advirtió.
El año pasado, en El Salvador, la Asamblea Legislativa aprobó una ley que prohíbe a los medios difundir mensajes o comunicados provenientes –presumiblemente– de las pandillas para –aquí viene la discrecionalidad– “evitar zozobra en la población” (sic). La pena para el mensajero es de 15 años de cárcel. El diputado Christian Guevara, jefe de la bancada oficialista Nuevas Ideas, ya nos lo había advertido en su oficina en medio de su colección de vinilos de rock y sus figuritas de Masters of the Universe. “Igual que contra los nazis”, dijo.
En un régimen de excepción como el impuesto por Nayib Bukele en El Salvador, esto puede significar una mordaza y persecución para periodistas e investigadores sociales. A su vez, para Bukele, el estadista-publicista, significa controlar la narrativa. El libro en cuestión, que tan discretamente nos entregó el vendedor, se llama “El Niño de Hollywood” y sus autores son los hermanos Óscar y Juan José Martínez. Es una investigación que cuenta la vida y la muerte de un pandillero, sanguinario y cruel, miembro de la Mara Salvatrucha. Pero está lejos de ser una apología de los horrendos crímenes que durante años llegaron a convertir a El Salvador en un país con una de las tasas de homicidio más altas del mundo.
Este es un libro que invita a conocer y entender cómo es que una atroz guerra interna de 11 años, el éxodo de menores de edad formados por las armas y la política estadounidense forjaron una de las pandillas más temidas del mundo.
Pero, además, da cuenta de la racionalidad, la estructura organizacional, los códigos y una serie de características propias de estos grupos que hoy se creen vencidos en medio de un debate por el respeto a los derechos humanos.
He recordado este libro prohibido en El Salvador porque una autoridad como el primer ministro Alberto Otárola o el presidente de la Corte Suprema, Javier Arévalo, no puede invocar un método con el diagnóstico errado solo por un poco de popularidad. Hay quienes no se pueden dar el lujo de hablar desde la ignorancia. No solo se engaña a la población, sino que también se deja de lado el formular verdaderas soluciones –y, de paso, develan su vocación autoritaria–.
Hay mucho trabajo por hacer en el Ministerio del Interior y la policía. En vez de andar con novelerías, ¿por qué no centramos la discusión en una reforma policial, en una mejor preparación, en mejores salarios, en devolverles la dignidad y desterrar la corrupción de la institución? ¿Cuándo hablaremos de reformas penitenciarias? ¿De una descarga procesal en el Poder Judicial? ¿De mejores herramientas para la investigación en el Ministerio Público? ¿Eso no es popular?
El Salvador, un país al que nunca habíamos visto ni de reojo, ahora es un referente para ciertos políticos urgidos de simpatía. Bukele ha tenido gran éxito en su estrategia de convertirse en un ‘soft power’ regional, en meternos en un filme hollywoodense, para legitimar un gobierno autoritario. Muchos en el barrio latinoamericano cayeron redonditos.