En la región las creencias infundadas abundan. Algunas forman parte de nuestras idiosincrasias. Sobre esta maraña de mitos, algunas –por ejemplo, la que sostiene que económicamente somos naciones ricas y hasta atractivas para los inversionistas foráneos– resultan tan arraigadas, que cuando evidenciamos su meridiana irrealidad el asunto pasa inadvertido.
En esta dirección centrémonos en un mito muy aceptado en años recientes: la percepción general de que en nuestros países todos los servicios básicos –justicia, seguridad ciudadana, jubilaciones, educación o salud– deben ser baratos para que la mayoría tenga acceso o gratuitos con el fin de que exista cobertura universal. Es decir, como somos ricos, todos deberíamos acceder plenamente a ellos.
Para ser popular o ganar una elección, proponer estas universalidades es una receta segura para un éxito fácil, aunque demagógico. Todos estos servicios cuestan y requieren ser ofertados por proveedores capaces de producirlos, pero la realidad muerde. Según el Banco Mundial, nuestro país –asignando una proporción similar de su presupuesto estatal que una nación desarrollada– gasta por paciente o estudiante de primaria, secundaria o educación superior un porcentaje menor al 5% de lo que gasta un país desarrollado (Estados Unidos, por ejemplo).
A ello agreguémosle que queremos que todos estos servicios sean ofertados mayoritariamente por el Estado, con una burocracia que no hemos reformado y que no ayuda siquiera a gastar eficientemente lo poco que podemos asignar.
Frente a una realidad chocante, optamos por no aceptarla. Repetimos que somos ricos, pese a que nuestro producto bruto interno (PBI) por persona equivale a menos de un décimo del estadounidense o singapurense. En servicios básicos hemos optado por autoengañarnos, pues minimizamos la calidad de estos en aras a facilitar coberturas universales. Todo con tal de que el ofertante sea el Estado. Que el servicio resulte muy barato como para que todos puedan acceder a este. Es decir, a un servicio mínimo. La economía enseña que un precio forzadamente bajo solo reduce la oferta. ¿Cómo cambiar las cosas? Aceptando la realidad y abriendo los ojos.
El Estado Peruano no puede ofertarnos salud, educación, jubilaciones o justicia él solo. Es irrelevante que lo deseemos fervientemente. Aunque la Sunat ocupe cada empresa o cada casa, lo recaudado no alcanzaría ni para elevar lo asignado significativamente. Nótese: servicios de salud o educación pública de menos de 5% o jubilaciones de S/.250 se parecen mucho a un engaño.
Requerimos privatizaciones. Puntualmente el ingreso masivo de inversiones privadas en estos rubros. No será nada mágico, pues la institucionalidad peruana aún despierta fundada desconfianza, pero ayudará por las décadas que nos tome tener recaudaciones tributarias suficientes.
La ideología e ineptitud de nuestros gobiernos pasados hoy nos pasan la cuenta.