A poco más de una década de la invasión de EE.UU. a Iraq, el país árabe se está dividiendo entre tres grandes áreas dominadas por los sunitas, los chiitas y los kurdos. El gobierno “democrático” de Nuri al Maliki en Bagdad podría estar a punto de colapsar tras un feroz avance militar de un grupo extremista asociado con al Qaeda, y que ahora controla la parte occidental de Iraq.
Esto constituye un fracaso contundente de la política exterior de EE.UU. Eso sin tomar en cuenta los costos de la guerra que inició: más de 4.000 muertes de soldados estadounidenses, por lo menos 130.000 muertes de ciudadanos iraquíes, y a un precio de US$1,7 billones (1,7 millón de millones), monto que aumenta por billones cuando se incluyen los beneficios de los veteranos.
Desde el punto de vista de la seguridad nacional estadounidense, nunca se pudo justificar la guerra en Iraq. No hubo nexo entre Saddam Hussein y los terroristas que atacaron a EE.UU. (de hecho, eran enemigos declarados) y nunca se encontraron las armas químicas que supuestamente usarían. La guerra, sin embargo, se desató no solo para destituir al dictador Hussein, sino también para imponer a la fuerza un régimen democrático, o sea la reconstrucción del país, dirigida desde arriba hacia abajo.
Es irónico que los conservadores estadounidenses que proclamaban un escepticismo enérgico acerca de las intervenciones del gobierno federal en su propio país fueron los mismos que mostraron una fe casi ciega en que el mismo gobierno cumpliría de manera exitosa un proyecto de ingeniería social en Iraq, país sumamente complejo que los estadounidenses no terminan de comprender.
La realidad rápidamente se impuso. No se encontraron ángeles o Thomas Jeffersons con quien trabajar sino con las fuerzas políticas del país, que muchas veces se odiaban entre ellas. Además, la presencia de EE.UU. en Iraq fue poco popular.
El gobierno chiita de Al Maliki, administración que ya ha durado ocho años, no ha gobernado compartiendo el poder con otros grupos políticos como prometió. En lugar de eso se alió con Irán, marginó a los sunitas y a los kurdos, y ha sido incompetente. Así, EE.UU. ha logrado empeorar su propia imagen e incrementar el poder de Irán dentro de la región.
El autoritarismo de Al Maliki abrió las puertas para el impresionante avance del grupo rebelde, conocido como ISIS por sus siglas en inglés. Este grupo que forma parte de la rebeldía en Siria, al que políticos importantes en Washington quieren apoyar, es el enemigo de EE.UU. en Iraq. Es complicado eso de intervenir en guerras civiles. El extremismo de ISIS no es buena noticia para Iraq, pero es tal el odio hacia Al Maliki entre los sunitas e inclusive en el ejército iraquí que los rebeldes han acertado su control sin mayor resistencia.
En el resto del Medio Oriente, la política de Washington no ha sido mucho mejor. La hipocresía de EE.UU. que mientras dice apoyar la democracia apoya a regímenes autoritarios–como el de Arabia Saudí o el de Egipto antes de la primavera árabe y después del golpe de Estado con el gobierno de los Hermanos Musulmanes– ha alimentado el odio hacia EE.UU. y desacredita la idea de la democracia liberal en la región.
El problema no es solo que la democracia es casi imposible de imponer a sociedades desde afuera, y todavía más durante guerras civiles. El problema además es que las metas de la política exterior estadounidense son frecuentemente contradictorias, pues incluyen lo siguiente: la estabilidad política, la lucha contra el terrorismo, las alianzas geopolíticas, el acceso al petróleo y la democracia, entre otras cosas. Por ejemplo, EE.UU. promueve la democracia temiendo la popularidad de partidos religiosos.
Hace tiempo que EE.UU. dejó de enfocarse rigurosamente en las verdaderas amenazas a su seguridad y trató de ocuparse de múltiples objetivos adicionales. Es hora de que empiece a portarse otra vez como una república y no como un imperio.