Es posible que la democracia sea la menos mala de las formas de gobierno, pero la que tenemos nosotros debe ser seguramente la peor de todas. Particularmente en lo referido a la elección del Congreso nacional.
Cada cinco años nos timbeamos la designación de un grupo de representantes que invariablemente termina siendo peor que sus predecesores, mientras los ciudadanos no podemos hacer nada hasta el siguiente lustro. Salvo soplarnos semanalmente un nuevo escándalo y asistir al espectáculo permanente de su mediocridad, deshonestidad e ineficiencia.
Dejando de la lado la escasa calidad de la producción legislativa, es decir, lo inoperante que resultan las leyes que se promulgan en relación con las necesidades y apremios del país, lo que más indigna es la conducta de estos señores y la corona que los protege.
Algo tiene que estar muy mal para que los ciudadanos que pagamos los sueldos de los parlamentarios tengamos que soportarlos mientras desfilan por la Comisión de Ética y los titulares de los medios sin tener mecanismos para castigarlos y destetarlos de nuestros impuestos. Esa no puede ser la idea de una democracia funcional y representativa.
Gente con celulares, asesores, carros con circulina, guardaespaldas, viajes y buenos emolumentos que roba la plata de sus empleados, miente en sus declaraciones, falsifica documentos, usa sus influencias para beneficio propio. ¿Lo mejor que podemos hacer es confiar en que los suspendan 120 días?
Dudo mucho de que todos estos entuertos y delitos sean inocuos para la economía y que puedan marchar, como suele decirse, “por cuerdas separadas”. Quizá solo sean materia de comentarios y chistes en los directorios de las grandes corporaciones. Pero en el universo infinito de nuestra informalidad social y económica, esta cartelera de malos congresistas debe ser un lamentable ejemplo de antivalores e incumplimiento de la ley.
Toda esta cosa chicha y desordenada en la que nadamos diariamente como país seguramente se alimenta también de los modelos de vida que exponen estos desnaturalizados padres y madres de la patria.
Rarísimo el congresista probo, involucrado de veras con el mandato recibido, deseoso de servir a su país, aplicado, diligente, orgulloso de su apellido. Mayoritario, en cambio, el pendenciero, el que llega para enriquecerse, el mañoso; encebado de agasajos y prebendas.
¿Hasta cuándo tendremos que soportar una entidad tan desprestigiada sin que podamos tomar acción para cambiarla? ¿Por qué tienen que controlar ellos las condiciones que les permiten elegirse, reelegirse, entronizarse y decidir sus recompensas y sanciones?
Tiene que haber una manera de cambiar algunas reglas de este juego porque la mentada mejora de la institucionalidad del país debería empezar por el mismísimo Congreso.
Como mínimo, olvidémonos de crear una segunda cámara de legisladores. Quizá funcione en Inglaterra y en otros países civilizados, pero aquí es dificilísimo encontrar 130 políticos honestos, de manera que sería un sueño alcanzar un número mayor de representantes. Hay que establecer también el sistema de revocación por tercios o por una proporción semejante, que permita más regularmente despachar a los más vivos. Algo hay que hacer, además, para prohibir la reelección de los que alguna vez hayan sido sancionados o para limitar el número de reelecciones.
¿Pero cómo les cambiamos las reglas si ellos tienen la sartén por el mango y el mango también? Por lo pronto, nada de castigos benignos: los malos congresistas deben irse a su casa de una buena vez.