Diego Macera

El Congreso erosiona poco a poco los cimientos del sistema económico, y el resto del país, bajo el síndrome de la rana hervida, asiste pasivamente –o incluso con anuencia– a su desmantelamiento.

Para ser claros: los que están en juego no son solo los sectores directamente afectados. La derogatoria de la Ley de Promoción Agraria es el ejemplo más claro. Aunque perfectible en lo tributario, por casi dos décadas la norma había traído empleo, inversiones, e inverosímiles historias de orgullo en muchas zonas donde había solo desierto. Las evidencias de su éxito eran abundantes, e incluían decenas de miles de nuevos empleos formales con salarios reales que crecían a un ritmo mucho mayor que el resto de la economía. Es difícil apuntar a una ley más exitosa que esa. Aún así, en menos de una semana y con paupérrimo debate, el Congreso la eliminó, para sorpresa de quienes aún pensaban que los parlamentarios no se atreverían dar un paso tan grande tan rápido. Si eso le puede suceder de forma casi instantánea a una ley con tales logros, la verdad es que cualquier sector con mínima exposición política está en riesgo.

El otro boquete abierto está en las finanzas públicas y el manejo del Estado. La “devolución” de los aportes de la ONP, como se ha explicado varias veces, es un extremo de la desinformación y del populismo, pero no es la única ley reciente que ignora que el presupuesto público tiene un límite, y uno bien corto en tiempos de pandemia. Por lo demás, el Congreso ha petardeado consistentemente los pocos esfuerzos para ordenar la planilla estatal: docentes públicos repuestos, personal CAS nombrado, negociaciones colectivas sin límite del MEF, y una retahíla de iniciativas para satisfacer a grupos de presión organizados a costa del servicio al ciudadano, de la carrera meritocrática, y del presupuesto público. Lo más vergonzoso es que varias iniciativas desatinadas se aprueban con mayorías abrumadoras.

¿Cuánto más daño se puede hacer? Es una pregunta importante. El presente Congreso tiene siete meses más a cargo y muchos asuntos delicadísimos por discutir, como la reforma del sistema de pensiones. No obstante, quizá la pregunta más relevante sea, ¿cómo evitamos que el siguiente Congreso sea igual o peor? Estos meses han sido legislativamente muy malos, pero con cinco años a este ritmo terminaríamos de desmantelar el país.

Para comenzar, los procesos y los tiempos de debate parlamentario tienen que responder menos al impulso o noticia del día, y más a un análisis reflexivo y serio. La falta de un Senado ocasiona que iniciativas nocivas se aprueben en cuestión de pocas semanas, o a veces días, para cumplir con el ciclo noticioso, exoneradas además de segunda votación. Para pasar cualquier pieza legislativa, el proceso parlamentario, con opiniones de expertos y de la ciudadanía, debe estar maduro. Esos procesos los hemos saltado con garrocha.

En segundo lugar, como propuso el congresista Alberto de Belaunde, sería una buena idea tener una oficina de análisis económico dentro del Congreso que, de forma independiente, evalúe el impacto de las normas. Por supuesto, sus recomendaciones no serían vinculantes, pero ayudarían a los congresistas y al público en general a formarse una opinión de la ley antes de aprobarla a ciegas.

En tercer lugar, por lejos lo más importante será votar bien en abril próximo. Un Congreso democráticamente electo, pese a quien le pese, sí nos representa, y es responsabilidad de todos garantizar que nuestros parlamentarios estén a la altura de su trabajo. El destino nos ha regalado –en modo de prueba, si se quiere– un Congreso que por año y medio erosionará diligentemente nuestra estructura económica. Es una lección corta de la que debemos aprender. ¿O qué país nos quedará al 2026 si elegimos uno que continúe su labor?

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