Santiago Pedraglio

En el Perú se ha quebrado el consenso democrático de inicios del 2000, alcanzado en particular durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua. Las republicanas –, Ejecutivo y Poder Judicial, así como la independencia de estos poderes y el sistema de derechos de las personas– atraviesan una situación crítica. Además, la economía ha perdido la vitalidad de hace unos años.

Revisando la reciente encuesta nacional del Instituto de Estudios Peruanos (IEP, agosto del 2023), los resultados no podrían ser más claros en cuanto a la opinión negativa de los peruanos frente a las instituciones nacionales. Es cierto que esta no es la primera ni será la última crisis de tal tipo en el país. La novedad es que, según todo lo indica, a los gobernantes no les interesa que las personas rechacen abrumadoramente su accionar: la mayor parte de los congresistas, por ejemplo, aspira a quedarse en sus cargos y punto. Desde la vereda del frente, a estas alturas es probable que a la mayoría de las personas tampoco les interese el Congreso ni lo que hagan o no sus integrantes. Pero este cóctel de desinterés de los representantes y desprecio de los representados está llevando a un preocupante desapego respecto a la democracia representativa en general.

La distancia –y hasta divorcio– con la democracia representativa puede acentuarse debido al deficiente manejo de las consecuencias del fenómeno de El Niño por el Ejecutivo, así como por los gobiernos regionales y locales. Si a esto se le suma el 75% de informalidad en el empleo y el aumento de la pobreza del 25,9% en el 2021 al 27,5% en el 2022, principalmente por el aumento del precio de los productos de primera necesidad y la retracción del consumo de los peruanos más pobres (INEI, mayo del 2023), no es de extrañar que numerosas personas tiendan a considerar que la democracia representativa no les mejora ni les arregla la vida, y que cada quien tiene que resolver sus problemas como pueda.

No obstante, la urgencia de encontrar soluciones particulares o grupales en medio de una y de la precariedad del empleo alienta un individualismo lábil, sin instituciones y con escasos derechos, muy lejano al ideal del pensamiento político liberal. Más aún: de prolongarse, esta situación dará un envión a las economías ilegales –cada vez más poderosas y activas–, al narcotráfico, la tala irrestricta, la trata de personas y la minería ilegal. Incluso, en este momento de altos precios internacionales del oro y el cobre, existe la posibilidad de que se fomente una preocupante convergencia entre la minería ilegal y el narcotráfico.

Desde el 2000 hasta el presente, a pesar del incremento del producto bruto interno (PBI) por más una década y del alza de las exportaciones durante varios años, así como de los esfuerzos para aplicar programas sociales del estilo de Pensión 65 y Beca 18, además del Seguro Integral de Salud, queda pendiente el cumplimiento de promesas consensuales como la expansión de la infraestructura y la provisión de servicios básicos, así como la mejora de la calidad del empleo. Urge reasumirlas como compromisos nacionales, al margen de las tendencias políticas y de las posiciones que se ocupen en el tablero de la coyuntura.



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Santiago Pedraglio es sociólogo