El Diccionario de Oxford la eligió como la palabra 
del 2016. Tras las elecciones en Francia, el término se volvió a poner de moda, pero… ¿qué cosa es realmente? (Foto: Reuters)
El Diccionario de Oxford la eligió como la palabra del 2016. Tras las elecciones en Francia, el término se volvió a poner de moda, pero… ¿qué cosa es realmente? (Foto: Reuters)
Andrés Calderón

¿Verdad o popularidad? ¿Cuán importante es tener la razón si nadie te la da? ¿Por qué nos preocupan hoy términos como posverdad o ‘fake news’ si la mentira, la distorsión y la manipulación han existido siempre? ¿No es que la verdad derrotará a la mentira en el libre mercado de ideas de Milton y Mills? ¿Y al final quedaremos limpios y desinfectados con la luz solar de Brandeis?

Quizá, apreciado lector, usted, como yo, ha crecido y vivido bajo el credo binómico de libertad-verdad. En un mercado libre de ideas, la verdad triunfará. ¡Y qué espacio más libre que el de Internet! Y quizá usted, como yo, se esté preguntando, entonces, qué diablos pasó. ¿Por qué el líder del mundo libre es un mitómano irremediable? ¿Por qué una de las sociedades más avanzadas apostó por la fallida receta antiglobalización llamada ‘brexit’?

Los últimos dos artículos de y el penúltimo de publicados en este Diario me llamaron la atención porque transversales a ellos estaba el asunto del divorcio entre verdad (o lo que se asume como correcto) y popularidad. El ataque sin anestesia (y con prescindencia del sustento), “pecados ni culpas” (Meléndez dixit) se ha abierto paso como el discurso antiliberal ha ganado aceptación. El aborto no está en la agenda de derechos humanos (Vivas dixit). Los derechos humanos (para todos) ni siquiera están en la agenda de derechos humanos. Negarlo porque nuestra-forma-de-ver-el-mundo-es-la-correcta es ignorar nuestras falencias. Es como leer las encuestas con anteojos de político. “No ha pasado nada catastrófico” (PPK dixit), para que las cosas sean así.
Los cimientos liberales están irónicamente en jaque por el aprovechamiento enemigo de uno de sus pilares: la libertad de expresión… Pero usada para mentir y atacar, a una velocidad en que a la hora en que el engaño es expuesto, ya a nadie le importa.

¿Cómo derrotar al trol que logra su cometido con la sola repuesta del troleado? ¿Cómo vencer al político que exclama barbaridad y media para ganar cámara, y al que si se le dice en su cara ‘mentiroso’, es uno el que se convierte en agresor, y el demagogo en víctima “por-denunciar-los-lobbies-y-la-corrupción”? ¿Quién nos salva de esta carrera por los clics, en la que si no compites, le dejas la mesa servida a los vividores de la posverdad? ¿Cómo triunfas en una cancha inclinada, en la que el ser humano parece estar diseñado para el ‘consenso social’, para apreciar lo que se repite (sea o no sea verdad), para valorar más lo popular que lo verdadero, para reforzar sus preconcepciones en lugar de encontrar la razón? Como le decía a un amigo, tenemos hinchas, no lectores, si su majestad, las “páginas vistas”, me permite el atrevimiento.

No tengo la respuesta. El mundo (aún) no la tiene. Mientras escribo este artículo y usted lo lee, siguen apareciendo nuevos instrumentos que intentan combatir las noticias falsas. Desde iniciativas compartidas de ‘fact-checking’ hasta herramientas comunicacionales basadas en videos y el autoaprendizaje. Y hay también los de otro estilo, los que proponen penalizar las noticias falsas y los que optan por mecanismos centralizados de información. En fin, los que propugnan proteger el discurso libre enclaustrándolo.

Pero si repasamos las alternativas de solución que surgen, y le añadimos 25 gramos de autocrítica, quizá, solo quizá, entendamos el origen del problema. Comunicamos pero no dialogamos. O mejor dicho, dialogamos “solo para (y entre) conocedores”. La arrogancia de no discutir con el que piensa distinto, menos aún esforzarse por entenderlo. De haber sembrado distancia y escepticismo por años, en los que nos dedicábamos solo a predicarle al coro. De preocuparnos por el resultado y no por el proceso. Cuando nos dimos cuenta, el problema no eran ellos, sino nosotros.