Como es de todos conocido, a fines de julio Argentina cayó en ‘default’ por segunda vez en 13 años y por octava o novena vez en su historia republicana. Un ‘default’ es, en general, cualquier incumplimiento de un contrato de crédito, pero en un sentido más específico se entiende como una cesación de pagos a los acreedores. Lo que ocurrió, recordemos, fue que un juez estadounidense prohibió que se les pagara a los titulares de bonos que habían aceptado, años atrás, que el Gobierno Argentino les reconociera solamente la tercera parte de lo que les debía, a no ser que también se les pagara a aquellos otros bonistas, los llamados ‘holdouts’, que no aceptaron en su momento esa proposición y que siguieron reclamando judicialmente el pago completo.
Diversas personalidades, entre ellas el presidente estadounidense Barack Obama, han comentado con preocupación que el fallo del juez Thomas Griesa hará más difícil para cualquier país en dificultades reestructurar sus deudas. No hay, sin embargo, razones para ser pesimistas. Las reestructuraciones vienen en distintos tamaños y colores. No todas serán menos probables.
El argumento de quienes critican el fallo es que un pequeño grupo (el 7%, en el caso argentino) no puede descarrilar un acuerdo que es aceptado por la gran mayoría de los acreedores. Pero ese argumento es una falacia porque esquiva la premisa fundamental: ¿qué tipo de acuerdo es el que se descarrila? Dicho de otra manera: ¿qué clase de restructuraciones serán más difíciles de aquí en adelante?
Cuando a uno le dicen “si quieres te pago la tercera parte; si no, no te pago”, puede tomarlo como una oferta o como una extorsión. La aceptación de la mayoría no es sinónimo de voluntad, sino más bien de resignación. Es ese tipo de reestructuraciones unilaterales, arbitrarias y desproporcionadas las que el fallo del juez Griesa, si es que acaso sienta un precedente, hará más difíciles en el futuro. Ojalá que así sea.
Pero no todas las reestructuraciones tienen que ser de ese tipo. Hay casos en los que un deudor puede demostrar que los fondos con los que contará resultan insuficientes para pagar sus deudas en las condiciones originalmente pactadas y sus acreedores acceden a extender el plazo o reducir ya sea el monto adeudado o los intereses. El más recalcitrante de los acreedores calculará cuánto le cuesta ir a un juicio y cuánto puede recuperar ejecutando sus garantías; y si la propuesta no excede los límites de lo razonable, decidirá que le conviene aceptarla. Este tipo de reestructuraciones no se ha hecho más difícil –más de lo que evidentemente ya es– a consecuencia del fallo.
Los países, en todo caso, tienen abierta la posibilidad de contraer futuros endeudamientos en términos y condiciones que incorporen las llamadas cláusulas de acción colectiva. Bajo esas cláusulas, no se requiere unanimidad entre los acreedores para una reestructuración: la aprobación de una mayoría calificada obliga a todos por igual. Podemos apostar que lo que ganarían en lo que se refiere a la facilidad para una eventual reestructuración vendría al costo de tener que pagar tasas de interés más altas que las que hoy en día deben pagar. Con toda seguridad, el costo es mayor que el beneficio. De otra manera, las cláusulas de acción colectiva se habrían hecho costumbre en el mundo financiero hace tiempo.