José Carlos Requena

El reciente índice de percepción de la , elaborado por Transparencia Internacional (TI), revela una situación poco alentadora para el Perú: el país presenta su peor caída en el ránking desde el 2012, al bajar desde el puesto 101 al 121 (entre 180 países evaluados, con 33 de 100 puntos posibles, al tener 100 un país es considerado “muy limpio”).

La situación no es muy diferente en el resto de la región. Según TI, en América Latina “la opacidad y la influencia indebida hacen que muchos sistemas de justicia de la región sean incapaces de aplicar la ley de manera efectiva, imparcial o ejerciendo su función de control de otras ramas del gobierno, lo que es fundamental para que todas las democracias funcionen bien”.

Pero hay algo que debería distinguir al Perú de otras naciones: ha experimentado cambios relativamente recientes de gobierno nacional (diciembre del 2022) y subnacional (enero del 2023).

En el primer caso, las circunstancias derivaron, precisamente, de serios indicios de corrupción revelados en una sesión congresal el 7 de diciembre del 2022. Como se recuerda, en aquella jornada, Salatiel Marrufo narró los pormenores de ilícitos que se habrían cometido en el gobierno de Pedro Castillo.

Además, solo considerando días recientes, ha habido pasos importantes que, de llegar a alguna condena, irían a contracorriente de la alta percepción de impunidad de altos funcionarios: la entrega de Fray Vásquez, sobrino de Pedro Castillo, y la revelación de la tesis fiscal sobre el presunto liderazgo de Martín Vizcarra de una red de corrupción durante su gobierno.

En cualquier caso, la alta percepción es coherente con encuestas de opinión recientes en las que se pregunta a la población –no solo a expertos– sobre el tema. En diciembre del 2023, siete de cada diez encuestados (68%) consideraban que la corrupción en el país había aumentado en los últimos 12 meses (IEP).

Entre ambos datos, el desafío que enfrenta la formalidad política es muy complicado. En el caso del Ejecutivo liderado por Dina Boluarte, uno de los factores que ha utilizado recurrentemente para diferenciarse de su predecesor parece diluirse.

Además, la dación de medidas por el Parlamento da pie a una percepción de arbitrariedad y favorecimiento que –en ciertas circunstancias– tiene mucho asidero.

De hecho, muchos no dejan de hablar de una “dictadura congresal”, algo complicado para una representación parlamentaria tan fragmentada. Pero algo de abuso de posición de dominio puede haber. Al final de cuentas, es el Parlamento el que tiene la sartén por el mango.

A lo anterior debe agregarse la “poca confianza” que generan los órganos de la administración de justicia (Poder Judicial: 79,5%; Ministerio Público: 75%), según cifras del INEI.

Con la estabilidad del régimen relativamente consolidada, autoridades subnacionales que se mantendrán en el cargo por un tiempo más y un sistema judicial casi sin espacio para mejoras tangibles, es complicado que la situación cambie en la siguiente medición.

En el ámbito nacional, la permanencia del se basa en algunas condicionantes que parecen muy difíciles de cambiar, principalmente el pacto tácito de permanencia entre el Ejecutivo y el Legislativo para llegar hasta el 2026.

En tanto, al natural conservadurismo de las instituciones judiciales se une su creciente politización, que parece inalterable a mediano plazo.

A escala subnacional, finalmente, es poco probable que los procesos de democracia directa, que pueden activarse en breve, mejoren la situación de aquellos gobiernos locales o regionales en los espacios en los que despiertan justificadas críticas. Ello sin considerar la progresiva influencia de las economías ilícitas o mafias en varias zonas del país.

Con el mismo libreto y los mismos actores, cuando se divulgue el siguiente reporte la trama seguirá siendo la misma: una historia conocida.

José Carlos Requena es analista político y socio de la consultora Público