A juzgar por las últimas encuestas, pareciera que la preocupación por la corrupción es muy importante para la mayoría. Pero eso puede ser engañoso. Por ejemplo, la más reciente de Ipsos, publicada por El Comercio, muestra que la corrupción se ha convertido en la primera causa de la desaprobación del gobierno, superando esta vez a la inseguridad que suele ocupar el primer lugar.
Nadine Heredia ha resultado la persona más corrupta de la política peruana, según ese mismo sondeo. El 45% la considera “totalmente corrupta”, seguida de cerca por su esposo el presidente Ollanta Humala con 44%. Pisándole los talones están Alan García y Alejandro Toledo, y más atrás Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski.
Quizás esa percepción sea un tanto injusta. Por lo menos hasta ahora, los indicios de corrupción que atañen a la primera dama son menos voluminosos y concluyentes que los que salpican a García y Toledo, aunque como se sabe todos están logrando, hasta el momento, salir indemnes de las acusaciones judiciales.
Pero hay que reconocer también que ella se ha ganado a pulso ese primer lugar con simbólicas e irritantes frivolidades, como las compras de lujo en el extranjero o la casa de playa en uno de los balnearios más caros del Perú, sin tener cómo justificar esos gastos y mostrándose despectiva, arrogante y agresiva cuando se le reclama explicaciones que está en la obligación de dar por el poder real que detenta.
Lo más importante, sin embargo, para que Heredia y Humala ocupen esos deshonrosos primeros lugares en el ránking de la corrupción, parece ser el creciente descontento de la población con el gobierno que ellos dirigen. El enfriamiento de la economía con claras consecuencias que ya se sienten en el empleo y los ingresos, el crecimiento imparable de la inseguridad, la completa falta de liderazgo en conflictos como el de Tía María y los escándalos políticos crean un ambiente de descontento que se expresa no solo en el descenso de la popularidad de la pareja presidencial, sino en el señalamiento que son corruptos.
Usualmente, cuando las cosas van bien, a la mayoría de la población le interesa poco la corrupción de los gobernantes. Mucha gente está dispuesta a ser tolerante con ellos si cree que están resolviendo los problemas y mejorándole la vida cotidiana. Pero cuando las cosas empiezan a ir mal, uno de los canales por donde se expresa el descontento popular es el señalamiento de los gobernantes como corruptos. Siempre que haya indicios de inmoralidad, por supuesto.
En el caso de la pareja presidencial ha habido múltiples signos de deshonestidad en el último tiempo, como por ejemplo su vinculación con Martín Belaunde Lossio o el desvío de fondos de las campañas electorales para beneficios familiares. No obstante, insisto, si la situación económica y de seguridad no fuera tan precaria, probablemente el tema de la corrupción no sería tan relevante.
La pregunta es si la corrupción jugará un papel decisivo o importante en las próximas elecciones. Y parece que no será tan significativo.
Una razón es que existe la difundida idea de que todos los políticos son corruptos. Entonces esa característica no se convierte en un criterio para decidir el sufragio. Ejemplos hay varios. Luis Castañeda apareció en una encuesta de Datum como un político que “roba pero hace obra”, y ganó ampliamente la alcaldía de Lima. Gregorio Santos, preso por corrupción, se impuso holgadamente en Cajamarca. Waldo Ríos, sentenciado por corrupción, ganó en Áncash. Y hay más ejemplos.
Inversamente, un político pulcro y honesto como Valentín Paniagua obtuvo una escasísima votación el 2006.
No obstante, existen algunos casos que sí pueden afectar considerablemente a un candidato. Por ejemplo, el de los narcoindultos que ya ha golpeado fuerte a Alan García, y podría ser devastador si sus adversarios lo usan persistentemente en la campaña. El asunto, en este caso, es que se le vincula directamente con una preocupación que sí afecta diariamente a la población: la inseguridad.
El problema de fondo es que la corrupción, si bien no es un criterio decisivo en una elección, sí es fundamental para el progreso del país. Una nación con altos niveles de corrupción y con instituciones podridas jamás podrá desarrollarse. El círculo vicioso lo puede romper un gobernante no solo honesto, sino empeñado en la lucha anticorrupción.