Ayer se anunció que el Premio Nobel de Fisiología o Medicina fue otorgado a Katalin Karikó y Drew Weissman, quienes desarrollaron la vacuna contra el COVID-19 basada en sus descubrimientos sobre el ARN mensajero y su interacción con el sistema inmunológico.
Según el comité del Nobel, “los galardonados contribuyeron a la tasa sin precedentes de desarrollo de vacunas durante una de las mayores amenazas a la salud humana en los tiempos modernos”. La terapia, que fue producida y distribuida por BioNTech y Moderna, salvó decenas de millones de vidas.
El premio lo merecen los dos científicos sobremanera. Pero también debería hacernos reconocer lo siguiente: el desarrollo e impacto de la vacuna representa nada menos que el triunfo de la globalización.
Fue el flujo de las personas, las ideas, el capital, y los bienes y servicios lo que hizo posible que se pudiera descubrir y producir una vacuna en tiempo récord. En plena pandemia en el 2020, el experto Scott Lincicome documentó cómo se estaba desenvolviendo la historia.
Primero, se trataba de inmigrantes. Karikó es húngara y se fue a trabajar a Filadelfia, donde conoció a Weissman en la Universidad de Pensilvania. Sus trabajos allí, sin embargo, fueron subvalorados, por lo que Karikó fue a trabajar a BioNTech. Esta empresa, con sede en Alemania, fue, a su vez, fundada por un inmigrante turco y una alemana de ascendencia turca. La empresa Pfizer, fundada en el siglo XIX por alemanes inmigrantes a Estados Unidos, colaboró con BioNTech para producir la vacuna. Su director ejecutivo es un griego inmigrante en EE.UU.
El cofundador y presidente del directorio de Moderna, por su parte, es de ascendencia armenia, nacido en el Líbano e inmigrante primero en Canadá y luego en EE.UU. Los otros ejecutivos de esa empresa, como los de Pfizer, provienen de numerosos países.
Los mercados globales de capital aportaron el financiamiento necesario a estas empresas. Moderna se fundó la década pasada como empresa privada con US$40 millones financiados por capital de riesgo; levantó luego US$2,7 mil millones, para después salir a la bolsa en el 2018.
BioNTech levantó cientos de millones de dólares a través de cotizaciones mundiales de acciones privadas antes de lanzarse a la bolsa. Siendo una corporación multinacional gigante, Pfizer pudo financiar los US$2.000 millones en pruebas, producción y distribución de la vacuna de su propio bolsillo.
La comunidad científica internacional también jugó un papel desde el comienzo. A principios de enero del 2020, poco después de que irrumpiera el coronavirus en China, investigadores chinos crearon un mapa genético del virus y lo compartieron públicamente sin pedir permiso al régimen comunista. Así, investigadores alrededor del mundo empezaron inmediatamente a desarrollar posibles pruebas y vacunas.
Una vez desarrollada, tanto la producción como la distribución de la vacuna se basó en un sistema complejo de fabricación, cadenas globales de suministro, logística, almacenamiento y transporte que tuvo que adaptarse a la demanda actual, pero que ya existía debido precisamente al comercio global. La tecnología, el conocimiento y las redes creadas por décadas por tal comercio hizo posible que se pudiera afrontar el reto.
Nada de eso podría haber sido planificado. Fue mayormente el producto de conocimientos dispersos entre miles de millones de personas –consumidores, científicos, empresarios, inversores, innovadores– acumulados por años durante los que se gozaba de creciente integración global. Es decir, de creciente libertad global.
Por todo eso, el Premio Nobel a Karikó y Weissman es un gran acierto.