El olvido es un mecanismo de los Estados, las naciones e incluso de los propios individuos, útil para borrar de la memoria asuntos incómodos o indeseables. En el Perú, el más reciente de los olvidos en el ámbito de las políticas públicas es el COVID-19 y sus devastadores efectos.
No es, ciertamente, que los familiares de los fallecidos a causa de la pandemia (2020-2021) hayan olvidado a sus seres queridos; tampoco es que quienes se contagiaron hayan olvidado las angustias que pasaron, lo mismo que aquellas personas que buscaron con desesperación internarse en un establecimiento de salud pública o que, en su defecto, debieron gastar miles de miles de soles para ser atendidos en establecimientos privados.
Lo que ha pasado al plano del olvido es la expectativa de que, en el ámbito de la salud, superada la crisis y ante la evidencia de cuán desguarnecidos se hallaban los habitantes de todo el Perú, los establecimientos de nivel primario de salud mejorarían sustantivamente: su infraestructura se potenciaría, el número de médicos y personal intensivista se ampliaría, etcétera.
En síntesis, pasó a mejor vida la confianza en que la atención de la salud comenzaría a ser una prioridad, con el presupuesto adecuado y, sobre todo, con un proyecto nacional para el sector, con metas, cronograma y claros indicadores de cumplimiento. Nada de lo esperado ha sucedido. En el Perú, país con el número más alto del planeta de muertos por millón de habitantes a causa del COVID-19, otra vez se ha enterrado la salud como eslabón crucial del derecho a la vida.
La pandemia, queda claro, no hizo sino desnudar postergaciones pretéritas. Según un informe del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Concytec), desde antes del COVID-19 el Perú “presentaba un gasto público en salud equivalente al 3,16% del producto bruto interno, un poco más de la mitad del gasto promedio de la región, y muy lejos del gasto promedio de los países de la OCDE [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos]: 10% del PBI”.
¿Y cuál es la situación ahora? Como lo advirtió hace casi un año Óscar Ugarte, exministro de Salud y conocedor del tema, en el presupuesto del año 2023 “en vez de mantener los incrementos presupuestales alcanzados durante la pandemia y orientarlos a cerrar brechas en recursos humanos, en infraestructura y equipamiento, adquisición de medicamentos e insumos y mejorar en eficiencia y calidad, se recorta el presupuesto de salud y se retrocede a lo que era en el 2019″.
Ante la inercia generalizada, quizá corresponda a los profesionales del sector salud, a los gobiernos regionales, a las universidades públicas y privadas, a los medios de comunicación promover un debate que permita plantear lineamientos imprescindibles para el sector salud. Urge voluntad política y un mínimo de cohesión para generar cambios tangibles.
Es irresponsable esperar el 2026, como si fuera un año mágico, para tener un plan de salud pública nacional de largo plazo y, también, de emergencia. Está en riesgo el derecho básico a la vida. Se puede querer que la Constitución se mantenga tal cual, que cambien algunos pocos o decenas de sus artículos o que se elabore una totalmente nueva, pero ninguna de estas alternativas debería impedir el debate y la aprobación de un proyecto nacional de salud. Es una responsabilidad política y social que incumbe a todos.