El único problema de las promesas de los políticos en materia económica es que rara vez se cumplen. Salvo eso, en general me parecen macanudas. Quién no quisiera ver al país exportando a mil, superavitario, sin inflación y a todos los sectores productivos creciendo, como los niños de Lake Wobegon, por encima del promedio.
Para los candidatos, no existe ningún incentivo para dejar de ofrecer objetivos para todos los temas posibles. La tasa de crecimiento, el valor de las importaciones, la explotación de la energía eólica o la creación de nuevos empleos. Diga usted el asunto y ellos tendrán una propuesta. Esa profusión de conocimientos ya es de por sí sospechosa.
Más seria es la ilusión de que, efectivamente, es posible planear el desarrollo. Como decía Hayek, la tarea de la economía es demostrar a los seres humanos cuán poco saben acerca de aquello que imaginan poder diseñar.
O sea, la cuestión no es tanto la avalancha de demagogia, sino el desconocimiento de la historia. Repase, por ejemplo, los anuncios de los últimos años sobre el crecimiento del PBI, el valor de las acciones, el precio de los metales, el alza de las tasas de interés o el costo del barril de petróleo. A cada profecía ha seguido, casi invariablemente, una realidad distinta.
Más difícil de descifrar ha sido el avance de las ciencias y la tecnología, que han modificado mercados, quebrado empresas líderes, alterado radicalmente precios y cadenas de suministro. Y más complejo todavía anticipar las preferencias de los consumidores, las modas y las tendencias, el auge de la quinua o la irrupción de las fibras sintéticas.
¿Por qué resultan esencialmente vanos estos intentos por diseñar el progreso con todo detalle? ¿Por qué los países que tienen las economías más centralmente dirigidas y planificadas son, al mismo tiempo, los más pobres y subdesarrollados?
Quizá porque ignoran que es imposible sustituir desde un escritorio las preferencias, decisiones, planes, deseos y aspiraciones de las empresas e individuos. No solo de las grandes corporaciones abusivas y despiadadas, sino de las personas ordinarias y cotidianas. Esa suma colosal de entidades individuales resulta ser inabarcable, dispersa y dinámica.
De manera que para cuando un político ha terminado de diseñar su plan pormenorizado para el desarrollo del cultivo de la trucha, quizá a la gente ya no le interese ese pescado. Porque resultó ser grasoso o porque un escritor danés publicó un cuento lindo en que la trucha era una señora que cuidaba a los niños y ahora los niños ya no quieren comérsela a la parrilla.
El político que, además de demagógico, ignora la historia ofrecerá sin dubitaciones el derrotero preciso para que la productividad aumente, la caña sea más dulce y las exportaciones crezcan al 30%. Por el contrario, el político consciente de que no puede controlar los pormenores del desarrollo ni a las personas solo podrá ofrecer condiciones generales para que surja el progreso.
Si lo que lleva vivido, visto y leído le sirve de alguna guía, amable lector, no se crea mucho esos planes reactivadores, las agendas del futuro y las promesas del bicentenario. Prefiera, por el contrario, las palabras humildes de quien no puede anticipar los detalles del futuro, pero está dispuesto a fortalecer condiciones generales e instituciones como la justicia, la igualdad ante la ley, la solidaridad, el amor al prójimo y la libertad de las personas para tomar decisiones.