“Si las muertes ocurrieran en Occidente –ha dicho el médico liberiano Melvin Korkor–, la medicina ya tendría una solución”. El doctor Korkor es uno de los pocos sobrevivientes de la epidemia de ébola. Habiendo detectado tempranamente los síntomas de la enfermedad en su organismo, se sometió de inmediato al tratamiento que le salvó la vida. Uno puede entender el tono de frustración en sus palabras (o de ira o indignación), estando tan cerca de la tragedia. Nosotros, a la distancia, podemos darnos el lujo de reflexionar sobre el sentido que encierran.
La gran diferencia con el resto del mundo, en este como en otros aspectos, es que Occidente ha tenido la buena fortuna de contar con un sistema capitalista avanzado. El viejo dicho de Adam Smith –que no es la benevolencia del carnicero o del panadero lo que nos provee de las cosas que necesitamos, sino la consideración de su propio bienestar material– se aplica también en el campo de la investigación científica. A medida que el nivel de ingresos ha ido subiendo en los últimos siglos, la gente ha estado dispuesta a gastar más y más en el cuidado de su salud. Eso, de por sí, ha sido un estímulo importantísimo para echarse a buscar la cura de tantas enfermedades.
¿No debería, sin embargo, la ciencia buscar por igual la cura de las enfermedades que afectan a ricos y pobres? Ojalá pudiera. Pero pensemos en los jóvenes estudiantes de medicina que tienen que decidir entre la práctica clínica y el trabajo de laboratorio. Nadie los ha designado de antemano como salvadores de la humanidad. Han llegado a la medicina, en lugar del derecho o la ingeniería, no solamente por motivaciones idealistas, que muchos las tienen, sino también por las expectativas de ingresos que les despierta la profesión. No se les puede culpar si optan por dedicarse a la investigación en tanto sea generosamente remunerada. Tampoco por enfocar sus microscopios en aquellas enfermedades para la cura de las cuales hay un público con capacidad y voluntad de pago.
El resultado es ciertamente angustioso cuando surge una crisis como la actual. Ya es tarde para evitarla. Se tendría que haber encontrado antes la cura, priorizando su búsqueda por encima de otras. Pero el problema fundamental no es cómo priorizar la investigación médica, sino cuántos recursos –talento, principalmente– podemos convocar para hacer de ella su ocupación. Lamentablemente, si los investigadores tuvieran que repartir su tiempo en buscar la cura para toda clase de enfermedades, independientemente de que haya o no haya un público que la financie, el mundo terminaría con menos investigadores y con más enfermedades para las que no se conocería la cura.
¿Qué se puede hacer, entonces, para proteger a los pobres del mundo contra las enfermedades que los afectan mayormente a ellos? La verdad es que no lo sabemos. Personalmente, al menos. La respuesta probablemente venga de instituciones benéficas como la Fundación Gates, que ha destinado miles de millones de dólares a prevenir la malaria en África, o de entidades como la Organización Mundial de la Salud. Cualquier esfuerzo a ese nivel parecería, en principio, laudable. Lo que no se debe hacer, por el bien de la humanidad, es tratar de coaccionar a las instituciones privadas que hacen investigación médica con fines de lucro para que cambien su forma de proceder.