La democracia subsiste solamente cuando hay voluntad de diálogo entre los actores políticos principales de una sociedad, de un país; cuando, de cara a los ciudadanos, se valoran el diálogo y la escucha; cuando se tiene en cuenta su opinión o, al menos, es una referencia importante para los actores políticos y mediáticos, nacionales o regionales. Cuando desaparece esa voluntad, ese interés, ese compromiso, la democracia entra en crisis y se convierte en una coartada para que los gobernantes terminen por hacer lo que les viene en gana.
La devaluación de la palabra como señal de compromiso no solo es una consecuencia del empobrecimiento democrático, sino también una de sus causas principales. En el Perú, lo que se podría calificar como una particular “crisis de la palabra” viene antecediendo las fracturas regionales, el divorcio de la capital con las regiones y la incapacidad de poner por delante en la agenda política asuntos tan acuciantes como la crisis económica, los peligros que plantea la expansión de las economías ilegales y el impacto del Fenómeno de El Niño.
Completando el título de su libro “Sin palabras” (Debate, 2017), el británico Mark Thompson plantea una pregunta perentoria: “¿qué ha pasado con el lenguaje de la política?”. El asunto, afirma Thompson, recientemente nombrado presidente ejecutivo de la cadena informativa CNN, es que “cuando el lenguaje público pierde su poder para explicar e implicar pone en peligro el vínculo más general entre el pueblo y los políticos”. La señal de alarma que constituyen esas reflexiones resuena hoy en el Perú, donde el “lenguaje público” –el lenguaje político– se encuentra divorciado de los votantes, de las personas supuestamente representadas. Vaciado de verdad y compromiso, ese lenguaje se utiliza de manera casi exclusiva para justificar decisiones unilaterales y arbitrarias de quienes detentan el poder político.
Para Thompson, un académico estrechamente vinculado al quehacer político cotidiano con la palabra –ha sido durante diez años director general de la BBC de Londres, y presidente y director ejecutivo de New York Times Company–, “el riesgo crucial no reside en el ámbito de la cultura, sino en el de la política y, en concreto, en el de la democracia: su legitimidad, la ventaja competitiva que a lo largo de la historia ha disfrutado sobre otros sistemas de gobierno y, en último término, su sostenibilidad”.
Recuperar la palabra veraz, al decir de Thompson, “a lo mejor suena demasiado modesto, demasiado inerte”. No obstante, “en una democracia, lo es todo. En realidad, más que los partidos políticos, más que los líderes, eso es la democracia”. Finalmente, la tesis de su libro advierte que “la manera en que los dirigentes políticos y los medios de comunicación actuales hablan al público en general está dificultando el cumplimiento” del deber democrático esencial.
En el Perú, reconquistar el uso de la palabra como sinónimo de veracidad y obligación con las promesas debería estar en el centro mismo de cualquier reforma del sistema político. Recuperar la credibilidad tendrá más valor que aplicar reformas alambicadas que la mayoría de la población considera distantes, alejadas de sus preocupaciones más urgentes. Es lo que Michel Foucault recordaba –remontándose a la democracia griega– como la “parrhesía”, el hablar franco, valiente y veraz en el contexto de una competencia democrática. No habrá reforma política eficaz y útil para la mayoría de los ciudadanos que no tenga como sustento la recuperación de un mínimo de confianza y credibilidad en la política. Retornarles su significado a las palabras, ese es el principal desafío.