En estos tiempos digitales, un racista exhibe que lo es dos veces: cuando comete el acto o expresión racista, y cuando pide disculpas “si alguien se ha ofendido”. Pasó con la deportista Vania Torres semanas atrás y sucedió con la congresista Martha Chávez hace unos días. Esa forma disforzada de plegaria demuestra que nunca entendió su racismo ni el agravio proferido.
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Dos debates suelen aparecer a continuación. El primero, de corte sociológico-lingüístico, en el que se dilucida si la acción o expresión fue realmente racista. Encuentro mucha utilidad en esta discusión, pues nos permite a los legos entender los componentes que subyacen a la discriminación y las repercusiones que pueden tener sobre los agraviados. Nos permite una mejor comprensión del fenómeno.
El segundo es jurídico: ¿qué castigo le corresponde al racista? Esta discusión, lamentablemente, suele ignorar los elementos previos. Reducen trivialmente el estudio de las consecuencias legales a un concurso de comprensión lectora de un código. Abogados y comunicadores soslayan preguntas trascendentales: ¿la ley debería castigar por igual a los actos y a las expresiones discriminatorios?, ¿tiene sentido la sanción penal?, ¿qué mecanismo es más eficaz para reducir la discriminación y resarcir a las víctimas?
Actualmente, no es incontestable que en el Perú se sancionen penalmente las expresiones discriminatorias, como las de Martha Chávez y Vania Torres –siendo más consciente y grave la de la parlamentaria–. La ley penal (artículo 323) castiga, con entre dos y tres años de cárcel, los “actos” discriminatorios, y no (al menos claramente) las expresiones. No incluye literalmente, como antes, la incitación o la promoción a la discriminación; conductas que sí podrían tener naturaleza discursiva. Aunque, con un lenguaje confuso, incluye un agravante (dos a cuatro años de pena privativa de la libertad) cuando se ejecuten “actos de violencia física o mental, a través de Internet u otro medio análogo”, lo que deja abierta la posibilidad para que algunas expresiones online puedan calificar como supuestos de violencia punibles. Hace tres años, en esta columna, y posteriormente en un estudio legislativo publicado por la Universidad de Palermo, critiqué esa ambigüedad y, principalmente, la falta de evidencia para escoger el camino más draconiano de la criminalización de la expresión.
Hay una distancia grande entre reprochar una conducta y estimar que el reproche idóneo es la cárcel. Parece que a nuestros legisladores, sin embargo, nunca les enseñaron que existen las normas no jurídicas, y los remedios civiles y administrativos.
Sigo pensando que existen más peligros que beneficios con la criminalización de las expresiones discriminatorias. En primer lugar, porque no elimina el racismo; simplemente lo oculta. No sale a la luz, pero crece agazapado en el subconsciente de quienes no advierten el espacio inequitativo que le deparan a otras personas. Peor aun, el resto de la sociedad se mantiene en la ignorancia. Si algo han permitido las transmisiones digitales de las sesiones parlamentarias y las redes sociales es visibilizar nuestras taras en la voz de nuestras autoridades y personajes públicos.
Los otros riesgos son de aplicación práctica de la ley: ¿cuándo determinamos que una expresión se convierte en violencia?, ¿en base a qué estándar?, ¿se administra el castigo tanto a expresiones genéricas como a las dirigidas contra un persona en particular?, ¿debe considerarse si hubo intención de causar daño? Son preguntas difíciles de responder para un juez y con consecuencias muy serias.
Por último, la dialéctica penal quita el foco sobre aspectos más importantes, como la reparación a las víctimas, y las acciones de educación y prevención necesarias en un país agotadoramente discriminatorio.
El enfoque punitivo no parece haber ayudado a eliminar la discriminación, sino a discriminar en mute.