Entre las grandes religiones del mundo, la educación se lleva, sin duda, el premio a la fe más ferviente y más universal. Además, la más nueva. Seguirán las diferencias entre los seguidores de Buda, Jesús y Mahoma, pero en el mundo moderno nadie cuestiona el poder salvador de la educación. El segundo piso de las nuevas sociedades humanas tendrá espacio para las respectivas religiones tradicionales, pero el primer piso de todos estará reservado para la educación.
Percibo la fuerza de esa fe cuando converso con trabajadores de mi barrio en Lima. En todos los casos, domésticas y choferes, vendedores de frutas, repartidores de periódicos, serenos y guachimanes, el motor de sus sacrificadas vidas es la educación de sus hijos. Sentí la misma fuerza cuando, en la plaza de Lircay, en Huancavelica, se me acercó una campesina cargando un balde con vasitos de gelatina. Había viajado un día desde su comunidad para visitar a su hija recién ingresada a la universidad para estudiar ingeniería de minas, esperando solventar el costo del viaje con la venta de sus gelatinas. Contó que, para ingresar, su hija había tenido que vencer la resistencia del padre –“esa no es carrera para una mujer”– y repetir el examen de ingreso hasta ser aceptada, fuertemente alentada por la madre.
Pero, entre los especialistas, surgen más y más las preguntas, ¿qué es la educación y cuál será su verdadero valor? Como en toda nueva religión, el entusiasmo inicial cede a una etapa más práctica, de afinamiento de metas y métodos, y precisamente ese proceso se viene produciendo en el mundo.
En el Perú, una década de reforma educativa ha venido priorizando más el aspecto administrativo que la esencia misma del objetivo. La reforma responde a la alerta dada por los resultados PISA y por otras evidencias de ineficiencia en un aparato que ha crecido en forma desordenada y desvencijada. No obstante esa prioridad, creo que es urgente además iniciar una reevaluación de lo que debemos esperar de la educación. ¿Son realistas las expectativas actuales? Las dudas más claras surgen con relación a la educación superior. En la India, por ejemplo, se reporta que un millón de ingenieros no encuentra trabajo en sus especialidades.
Un estudio sobre la rentabilidad de la educación peruana, publicado hace nueve años por Gustavo Yamada, economista de la Universidad del Pacífico, concluyó que el rendimiento de la educación superior no universitaria era tan bajo que constituía “una estafa”. De igual manera, el aumento en el ingreso laboral durante la última década ha tenido una relación inversa con la educación: los que más han mejorado han sido los que no completaron ni la escuela primaria, con un aumento de 4,5% promedio al año en soles constantes, mientras que los que menos mejoraron fueron los que completaron incluso estudios universitarios, con un aumento anual de apenas 1,2%. Inclusive, el crecimiento más alto del ingreso laboral –de 5,3% anual– correspondió a la población más educativamente desfavorecida, los trabajadores que no tienen primaria completa y que, además, viven en áreas rurales.
Las expectativas son entendibles. Es evidente que los títulos educativos siguen siendo puertas para trabajos de mayor estatus y mayor remuneración, y también que el valor de la educación va mucho más allá que las perspectivas económicas. Pero la inversión en educación es costosa, para 40 o 50 años de vida productiva, y para un mundo que será muy diferente al actual. Ni la realidad de hoy ni la fe deberían ser las bases principales de esas decisiones.