Educación y guerra cultural, por Richard Webb
Educación y guerra cultural, por Richard Webb
Richard Webb

Necesitamos educación, sí, ¿pero cómo lograrla? Viajemos a los polos del espectro educativo para buscar respuestas. Primero al país con las mejores escuelas del mundo, y luego a uno que destaca por la deficiencia de su educación. Además, para estar seguros de llegar al fondo del barril pedagógico, en ese segundo país escojamos una provincia con las peores escuelas imaginables.

En el primer viaje, al país número uno del mundo en cuanto al rendimiento de sus escuelas, ¿qué encontramos? ¿Cuáles son los secretos de ese éxito? Como se esperaría, lo que vemos son maestros con buenos sueldos, aulas bien equipadas y un presupuesto educativo generoso. Pero menos esperado es descubrir que en ese país no hay escuelas privadas que cobran matrícula, que los alumnos cursan toda su escuela hasta fin de la secundaria sin ser sometidos a ninguna evaluación estandarizada, que cuando se sienten cansados salen de sus clases sin sanción alguna, que el curriculum de estudios es fijado por los directores y maestros de cada escuela, que la competitividad no se considera un valor positivo para la educación, que la sociedad ve con buenos ojos la acción de los sindicatos de docentes, y más bien con malos ojos cualquier intento de fiscalización de la labor de esos maestros. La fiscalización se considera un contrasentido porque, en ese país, ser maestro es ser una persona respetada y responsable. Se trata de Finlandia, y de su cultura. 

Para conocer un polo de extrema deficiencia bastaría quedarnos en el Perú, pero viajando a Quispicanchis en Cusco donde, en 1995, Fe y Alegría inició un proyecto educativo. Los habitantes de esa provincia eran casi todos agricultores que vivían aislados en los cerros, sin agua o luz y con altas tasas de desnutrición, mortalidad y analfabetismo. De cada cien niños apenas 50 terminaban la primaria, y ocho la secundaria. Una memoria de ese proyecto, redactada por su director, el padre Chema García, más que relación de finanzas, contrataciones y obras, es un relato de guerra cultural.

¿Qué educación puede dar un maestro que no habla quechua a niños y niñas que hasta los 6 años no han escuchado una palabra en castellano? La ley mandaba enseñanza bilingüe, pero las autoridades y los maestros tenían otra idea. El peso del bilingüe recayó entonces en Fe y Alegría. Además, funcionarios y lingüistas imponían un quechua “normalizado” y estandarizado omitiendo vocales. Localismos del idioma eran sacrificados en aras de la estandarización burocrática. O sea, cultura propia sí, pero no tanto. El padre García recuerda cómo, cuando los estudiantes llegaban a la escuela, podían entrar los que tenían zapatos, pero los que usaban ojotas debían quitárselas y dejarlas en la entrada. El racismo y la discriminación campeaban, justificando la desidia administrativa que retrasa varias semanas el inicio del año escolar, y un ausentismo e interrupción de clases que recortaba la enseñanza efectiva en un tercio.

La discriminación de género se traducía en una reducida asistencia, primero por el concepto cultural del papel de la mujer que tenían los mismos padres, pero también por la despreocupación de las autoridades en cuanto a las necesidades sanitarias de niñas mayores. Un evaluador que llega de Lima cuestiona la capacidad de un cura católico para mejorar la equidad de género. Otra evaluadora cuestiona la capacidad de mujeres campesinas para sentir un orgasmo. El proyecto Fe y Alegría de los bien llamados “soldados de Cristo” avanza así, luchando contra las barricadas que ponen los mitos y las ignorancias, irresponsabilidades y egoísmos, pero también las simples diferencias de valores. Cuando se cocina el desarrollo, la cultura no es una mera sazón. Es un plato fuerte.