Ian Vásquez

La posibilidad de gastar por encima de lo que uno tiene y pasar la cuenta a otras personas muy a futuro es demasiado tentador para cualquier político. Es por eso que, en una fiesta de irresponsabilidad, las de los países ricos se han disparado y es un caso ejemplar.

Desde el 2007, la deuda pública federal estadounidense se ha casi triplicado. Creció del 35% del PBI al 98% hoy. Eso equivale a US$180.000 de deuda por cada hogar. Si se incluye lo que deben los estados del país, la deuda pública llega a alrededor del 140% del PBI, muy por encima del promedio de los países miembros de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) que, a su vez, ha llegado al 100%.

Claro que esta situación se debe a que los políticos están siendo cada vez más generosos con el dinero de otros sin tener los recursos suficientes para sostener tales gastos. La semana pasada la agencia de calificación crediticia Fitch Ratings le recordó a EE.UU. que pasar la cuenta de esta manera tampoco es sostenible en el tiempo.

Precisamente, Fitch redujo la calificación crediticia de EE.UU., que hasta entonces tenía el nivel más alto. Lo hizo debido a “el deterioro fiscal esperado durante los próximos tres años, una carga de deuda del gobierno alta y creciente, y a la erosión de la gobernabilidad”.

Es la segunda vez en la historia de EE.UU. que se ha rebajado la calificación del país. La agencia Standard & Poor’s la redujo en el 2011. El perfil crediticio del país no es el mejor, pero sigue siendo relativamente positivo. Después de todo, la economía estadounidense se encuentra entre las más fuertes del mundo.

Pero la trayectoria de largo plazo es lo que realmente preocupa a las agencias crediticias. Se estima que en 30 años la deuda pública llegará al 180% del PBI mientras se acumulan gigantescos déficits fiscales. Si no se restringe el gasto, EE.UU. podría enfrentar una crisis fiscal catastrófica en el futuro.

Se trata de una crisis anunciada, cuyo acercamiento es ampliamente conocido. El problema, sin embargo, tiene que ver con el sistema político que enfrenta pocos incentivos para cambiar de rumbo. Todavía es más fácil ofrecer beneficios sin tener que pagar toda la cuenta ahora, algo a lo que los estadounidenses se han acostumbrado.

El problema político es enorme dado que un 70% del presupuesto federal está en piloto automático. Esto significa que la mayoría de los egresos son gastos comprometidos por ley sobre los cuales el Congreso no tiene ninguna discrecionalidad. Estos gastos incluyen a buena parte de lo que constituye al estado de bienestar y a los pagos de interés sobre la deuda.

En el rubro de esos gastos comprometidos se encuentran dos de los programas gubernamentales más grandes del mundo: el sistema de pensiones, conocido como Seguro Social, y el programa de atención médica para mayores de edad, conocido como Medicare. Los dos programas son los que más contribuyen a los déficits fiscales.

No hay manera de evitar una crisis fiscal sin reformar estos monstruos. La demografía condiciona la sostenibilidad de ambos programas. Y el hecho de que la expectativa de vida ha crecido tanto y de que haya cada vez más jubilados comparado con la población económicamente activa hace que los programas simplemente no sean sostenibles. La deuda no financiada de los dos programas llega a más de US$160 billones.

Hay propuestas viables de reforma que enfocarían el gasto en los más necesitados en vez de la clase media y que contarían con un mayor papel del sector privado. ¿Llegará EE.UU. a reformar antes de tiempo? ¿Se dará cuenta el mundo en desarrollo de los ejemplos que no deben ser imitados?

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Ian Vásquez Instituto Cato

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