En las redes sociales, donde las discusiones ideológicas alcanzan la profundidad de una patera, apareció un buen día la fábula siguiente:
“Enséñales capitalismo a tus hijos haciéndolos limpiar el baño. Págales 50 centavos. Después cóbrales 10 dólares de alquiler, 5 dólares de comida, 3 dólares de movilidad y 6 dólares de agua y luz. Bótalos de la casa si no te puedan pagar”.
Es una pena que el pretendido ingenio se agotara antes de preguntar por qué los hijos no podrían hacer ese trabajo en una casa que no fuera la de sus padres. No faltarán familias que quieran contratarlos para limpiar sus baños por más de 50 centavos o alojarlos y alimentarlos por menos de 15 dólares. La esencia del capitalismo es la competencia, no una relación particular entre los salarios y el costo de vida, aunque desde ese punto de vista sale, por cierto, mejor parado que el socialismo.
Para terminar esta historia, hubo alguien que respondió:
“Enséñales socialismo a tus hijos haciéndolos limpiar el baño. Págales 10 dólares. Después quítales 7 y dáselos a sus hermanos que no trabajaron. Apuesto que no serán socialistas por mucho tiempo”.
Otra fábula o, mejor dicho, falacia que se disemina en las redes hace eco del nunca bien ponderado economista francés Thomas Piketty:
Tan “solo con una subida de un 0,5% en el tipo de impuesto que grava el patrimonio del 1% más rico del mundo se podría recaudar fondos para crear más de 117 millones de puestos de trabajo en sectores como la educación, la salud y la asistencia a las personas mayores…”.
No se da cuenta Piketty de que el patrimonio de los ricos o bien se gasta o bien se invierte; no hay otra posibilidad. Si les quitamos el 0,5% subiéndoles los impuestos, su gasto o inversión necesariamente se tiene que reducir. Y así, mientras creamos nuevos puestos de trabajo en educación, salud y asistencia a las personas mayores, desaparecerán otros en otros sectores o quizás en los mismos. Desaparecerán puestos de trabajo en el turismo de lujo, en el que gastan parte de su fortuna; pero también en las universidades, museos y hospitales a los que donan otra parte, aunque sea infinitesimal, de la misma y en las fábricas y servicios públicos en los que invierten. Que estos empleos sean más numerosos o más importantes que aquellos o viceversa es algo que podemos discutir; lo que no podemos hacer es negar su existencia ni su eventual desaparición.
Un antiguo (y extraordinario) profesor de Geografía de nuestra época preuniversitaria expresa sus esperanzas de que lleguemos al bicentenario con una economía “socialmente más inclusiva”. Ojalá. Pero para eso tendríamos que liberalizar y desregular aún más, que es seguramente lo contrario de lo que sus palabras dan a entender. ¿Cuándo ha sido más inclusiva nuestra economía? ¿Cuando los controles de precios nos hacían sentir incluidos en las colas para el aceite, el arroz y el azúcar? ¿O ahora que tenemos más libertad para invertir, los que tienen algo de capital, poco o mucho, y más oportunidades para trabajar, los que solo viven de su trabajo; más libertad para comprar productos nacionales o importados; más libertad y también más ingresos, gracias al crecimiento económico, para viajar dentro o fuera del país y para escoger la educación o la medicina privada, en lugar de las públicas, como lo hacen cada vez más peruanos?