Parece que no hay fondo. Siempre se puede estar peor. Pero esto no es nuevo, ni sorprendente. Es parte de un proceso largo. La como el espacio del poder ha perdido entre nosotros su naturaleza constructiva –su capacidad de articular confrontación y acuerdo, esa predisposición por el bien común– para convertirse únicamente en la pugna intestina por alcanzar instituciones del Estado y sus recursos.

Los políticos han dejado de hacer política –que también exige persuadir, dirigir y gobernar a las sociedades–, convirtiéndose en meros portadores de intereses mercantiles para beneficios personales. Si ello exige violentar las normas y destruir instituciones, no les importa. Los atajos les son más fructíferos que los caminos de la ley.

Es que, para pensar el presente y el futuro de sociedades complejas, se requiere conocerlas, tener y proponer soluciones, caminos y proyectos. Las ideas exigen formación. Sin formación, no solo escolarizada, es imposible tener una mirada crítica de las cosas. Sin ella, solo queda la repetición, la copia, que lleva a la banalización y al facilismo tan esparcido por estos tiempos y lugares. La globalización, con su acortar distancias y mirada sobre todas las cosas, ha traído la inmediatez y la triste idea de que el dato, la noticia consumida y compartida, sin contexto ni elaboración, es conocimiento que se consigue con un ‘enter’. El culto a la mediocridad en nombre de la democracia o el pueblo, según convenga, no tiene color político, sino que cruza el arco ideológico.

Una izquierda consumida por su desorientación –incapaz no solo de renovarse, sino de imaginar algo posible más allá de recetas de manual– quiere flamear las banderas de lucha contra la injusticia mirando de costado cuando se trata de Cuba, Nicaragua o Venezuela, esa santísima trinidad del continente con la que la izquierda peruana se solidariza, se inclina y se mancha. Pues hace tiempo ha dejado de pensar –carece de ideas– para refugiarse en la repetición. Citan a Mariátegui, pero ni lo leen. Si lo hicieran, se ruborizarían de lo que deletrean. Pues apoyar a Pedro Castillo, apañar a Vladimir Cerrón y sus huestes, o ser condescendientes con personajes como ellos, es entender la política en su nivel pedestre.

La derecha no es distinta. Si bien a lo largo del tiempo ha dejado de lado su seducción por la bota militar, no han logrado superar sus taras y prejuicios estamentales y su confort hasta cuando realizan marchas. Lejos de los Víctor Andrés Belaunde, José Luis Bustamante y Rivero o el hasta hace poco acérrimo liberal Mario Vargas Llosa, la derecha ahora nos trae una lista ampulosa de políticos y periodistas que no quieren otra cosa que no sea que los dejen tranquilos en un país que no es Lima. Su radicalización es tan pronunciada como su discurso con el tono de la Guerra Fría, para aplaudir como si fueran líderes ejemplares a Trump, Bolsonaro o al electo alcalde metropolitano. De esta manera, la conquista y mantención de los derechos ciudadanos choca con su mirada religiosa de las cosas y su desprecio por el que no piensa igual. El miedo por el que es distinto tiene anclas en el pasado de un país clasista y racista.

Con una izquierda y una derecha que no producen ideas, es difícil que la política no sea como la que vemos y rechazamos. Ninguno es superior al otro. Si los ciudadanos deben involucrarse más en los asuntos públicos, los políticos deben hacer política de ideas. Si no, nos resignaremos a ver a un presidente y a un Congreso reproduciéndose tanto como su mediocridad.

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP