Casi no quedan dudas de que el coronavirus se ha vuelto pandémico. En el camino, está afectando a la geopolítica tanto como a las políticas domésticas en los países alrededor del mundo. Está también desacelerando la economía global.
La rapidez del contagio mundial y de los cambios políticos y económicos que ha provocado la nueva enfermedad es un recordatorio acerca del nivel de globalización en que vivimos. El intercambio global ha sido bastante beneficioso, pero el auge del inesperado virus está empujando al mundo hacia la desglobalización.
La demostración más obvia de ese fenómeno es la caída en la actividad económica de China y demás países. China, la segunda economía del mundo, es también la fábrica del mundo y ha tenido que cerrar centros de producción y otros negocios para controlar la enfermedad. Dadas las cadenas mundiales de oferta, esto ha afectado la producción en otros países que también han tenido que reducir su productividad, ya que no pueden depender de sus socios comerciales en China.
Otras medidas de salud similares se están tomando en países tan diversos como Corea del Sur e Italia, pegando todavía más a la economía global. En Estados Unidos y otros países ricos se espera la cancelación de eventos, la reducción de viajes domésticos e internacionales, el cierre de escuelas, la reducción del uso de servicios como los restaurantes, la probabilidad de que cierta parte de la fuerza laboral no irá a sus lugares de trabajo y demás efectos que reducirán la actividad económica. Los mercados se están desplomando porque es posible una recesión.
El coronavirus está reduciendo el comercio, la inversión y el movimiento de personas a escala internacional. Además, hay pocas medidas que los gobiernos pueden tomar para contrarrestar los efectos económicos. La semana pasada, el banco central de EE.UU. redujo las tasas de interés, pero eso no hará nada para recomponer las cadenas mundiales de oferta y hará poco para estimular la demanda. De hecho, las tasas de interés están tan bajas que hay poco que los bancos centrales puedan o deban hacer, especialmente dado que ya llevan más de diez años con ese tipo de política.
La política fiscal también es una herramienta limitada, especialmente en los tantos países ricos que sufren de deudas públicas y déficits fiscales elevados. Mientras tanto, sigue habiendo alta incertidumbre sobre el mismo coronavirus, de cuya epidemiología todavía se está aprendiendo, y sobre las políticas que tomarán los países. La repentina guerra del precio del petróleo entre Arabia Saudí y Rusia, por ejemplo, se debe a la baja demanda del recurso en Asia (debido al coronavirus) y a la falta de acuerdo entre estos dos países sobre sus cuotas de producción.
Más preocupante, sin embargo, son las posibles medidas antiglobalización que pueden tomar líderes populistas como Donald Trump a medida que la crisis se agrave. Ya sabemos que a Trump no le gusta el comercio internacional y especialmente el que tiene EE.UU. con China. Por eso impuso aranceles, pegando a cientos de miles de millones de importaciones chinas. Tampoco le gusta la inmigración.
No podemos descartar que Trump y otros líderes mundiales intenten reducir drásticamente el comercio, la inmigración y los vuelos internacionales en nombre de la salud y el interés público. Para buena parte del público en los países ricos, la pandemia del coronavirus confirmará que hay que tener miedo a los extranjeros, desconfiar del comercio internacional y priorizar políticas nacionalistas. Para ellos, no importará que los beneficios de la globalización sobrepasen en gran medida a los costos.
Lo mejor que pueden hacer los gobiernos es atender al problema público de salud que representa el coronavirus sin convertir una caída económica en el inicio de una desglobalización sostenida.