El escritor había vivido por más de 33 años con una condena a muerte pesando sobre su cabeza cuando el 12 de agosto del 2022 un hombre trató de hacerla efectiva apuñalándolo múltiples veces sobre el escenario de la Institución Chautauqua en Nueva York, donde iba a dar una charla. Aunque se salvó de milagro, el hecho fue celebrado por muchos en Irán, donde en 1989 el ayatolá Ruhollah Jomeiní, entonces supremo de la teocracia islámica, emitió un pronunciamiento legal que pedía la cabeza de Rushdie.

¿La razón? La publicación en 1988 de su novela “Los versos satánicos”, en la que el autor caracteriza de forma crítica al profeta Mahoma. Un hecho que, además de generar descontento y quema de libros –un clásico de la intolerancia– en múltiples países musulmanes, supuso que el líder iraní condenase a muerte a Rushdie, a sus editores y a los que hicieran traducciones del libro. Según el ayatolá, “para que nadie se atreva a insultar las creencias sagradas de los musulmanes en adelante”.

En 1991, Hitoshi Igarashi, quien tradujo la novela al japonés, fue asesinado en la universidad donde enseñaba. Ahora, en el 2022, Hadi Matar, un ciudadano estadounidense con simpatías por el régimen iraní, trató de hacer lo mismo con Rushdie.

Con su libro, Salman Rushdie ofendió a quienes creen que sus ideas, por considerarlas sagradas, merecen estar libres de escrutinio y cuestionamiento. En su caso, un líder fanático hizo un llamado a otras personas enchapadas a su estilo para que le hicieran pagar con su vida. Una circunstancia que merece la condena de todos los que creen en la democracia y en la libertad de expresión.

No hay práctica ni creencia humana que merezca estar libre de cuestionamiento o hasta de burla. Ni cuestionamiento o burla que le merezca a su autor un castigo. Ya sea que este venga en la forma de una pena de cárcel, una sentencia de muerte o, como ahora es común, una condena al destierro, decidida y ejecutada desde las redes sociales por quienes creen que sus ideas o su visión del mundo están bendecidas por una especie de divinidad secular.

A propósito de este fenómeno, en el que todo menos lo considerado “inclusivo” e inofensivo para ciertos grupos (étnicos, sexuales, religiosos, etc.) es digno de censura y reproche, se pronunciaron Rushdie y otros intelectuales en julio del 2020. A través de una carta publicada en “Harper’s Magazine” criticaron el “conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y la tolerancia de las diferencias a favor de la conformidad ideológica”.

La protesta de los firmantes se refería a cómo muchos debates hoy en día son limitados por quienes parecen creer que ya tienen todo resuelto. Sobre todo, desde el progresismo, la divergencia en puntos que ellos asumen como verdades absolutas es ferozmente sancionada, en muchos casos por considerarla “ofensiva” hacia algún conjunto humano que creen que debe ser protegido.

Pero cuán ofendido pueda sentirse alguien por algo que se dice no puede ser un obstáculo para que se diga, pues ello supondría castrar la libertad de expresión con criterios tan subjetivos como arbitrarios. De hecho, toda opinión puede ofender a alguien, así como puede hacerlo una caricatura de sátira política o una pieza de ficción. Y, con esto en mente, resulta más importante defender el derecho a ofender que acomodar el debate para satisfacer a los que se sienten ofendidos por lo que se dice de ellos o de otros.

Lo ocurrido con Rushdie, en fin, nos obliga a reflexionar sobre las amenazas que existen hoy en día contra la libertad de expresión y sobre la importancia de que esta sea plena.