“Dios es el padre exaltado, y el anhelo por un padre es la base de todas las religiones”, escribió Sigmund Freud en 1927. Recurrir a una figura mayor, poderosa y buena, para compensar nuestra propia vulnerabilidad, es una característica humana reconocida.
En otro nivel, un argumento similar se ha hecho para la fe en el Estado desde la ciencia política. En una sociedad organizada donde el individuo promedio controla poco, las esperanzas se vuelcan hacia un Estado bienhechor y eficaz que lo protege de abusos e injusticias. Poco importa que no exista evidencia de que tal Estado realmente existe; basta que lo anhelemos.
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Quizá este sea uno de los motivos –apenas un vericueto psicológico– por los que en parte de la sociedad prevalece una imagen de la administración pública significativamente más edulcorada que la que ofrece la propia experiencia. En estos versículos, el Estado es todopoderoso, sus leyes y regulaciones ponen a la realidad de cabeza de acuerdo con su voluntad, vela por el bien común, y conoce y quiere a sus hijos-ciudadanos.
Naturalmente, sabemos que el Estado, como cualquier otra organización humana, está conformada por personas con las mismas virtudes y defectos que cualquiera. No hay nada intrínsecamente bueno ni malo en el Estado; solo incentivos colocados de forma diferente. Y los políticos y burócratas, como cualquier persona, responden a incentivos.
Un argumento usual para confiar más en el Estado que en la sociedad libre y las empresas es que estas últimas pueden abusar de su posición. Es cierto que varias lo han hecho y aún lo hacen. Pero aún más cierto es que el límite a cualquier precio exorbitante o mala práctica empresarial lo debería poner la competencia. En la gran mayoría de bienes y servicios, ante una mala oferta, un consumidor siempre podrá optar por no comprar o comprarle a la competencia. Con el Estado, en cambio, no hay opciones ni voluntariedad. Eso, por naturaleza, atrofia su esquema de incentivos. ¿O se imagina usted, estimado lector, si este año usted pudiera elegir no contribuir con la Sunat? ¿O si la Sunat tuviera que enfrentar competencia de otras agencias recaudadoras y uno pudiese optar por cuál usar? ¿Qué incentivo tiene entonces la Sunat para mejorar?
Los incentivos distorsionados explican también que el Estado sea un mal gestor. Una empresa que pierde 15% de su presupuesto ejecutado en corrupción –como estimó el contralor Nelson Shack fue el caso del Estado en el 2019– no duraría un año en el mercado. A una empresa que demora el doble o el triple de tiempo en concluir una inversión importante –como es el caso de la Reconstrucción del Norte, la Línea 2 del Metro de Lima, o la Autopista del Sol– no se le adjudicaría un solo nuevo contrato. Una empresa que destruye valor por US$1.600 millones con un proyecto quijotesco –como el caso de Petroperú y la Refinería de Talara– estaría ya extinta si no contara con el aval implícito del Tesoro Público. Si la corrupción, la ineficiencia y las malas decisiones no tienen consecuencias, incubamos los incentivos para que se repitan.
Para ser claros: el Estado es absolutamente necesario, y en él hay también instituciones eficientes que han cultivado la meritocracia y puesto sus incentivos en orden, pero estas son la excepción y no la regla. Así, quizá la fe en un Estado que solo existe en la imaginación puede explicar los esfuerzos para redoblar las apuestas en él y convertir al sector público en un empresario petrolero, en un administrador de fondos previsionales, o en un ejecutor de infraestructura, cuando claramente no ha mostrado las competencias para ello. En el siglo I a.C., el poeta Lucrecio escribió que el miedo engendraba dioses. Visto con atención, nuestro caso no es muy distinto.