En menos de tres años, pasó de ser un ejemplo del éxito de la libertad económica en América Latina a convertirse en la materialización de muchos de los sueños de la izquierda sudamericana.

De hecho, la historia de los últimos tres años en el vecino del sur tiene el potencial de aguarle los ojos y sonar como relato épico para cualquier socialista de la región. Esta empieza con una seguidilla de protestas masivas y violentas en el 2019; pasa por un referéndum para cambiar la (redactada durante el régimen de Augusto Pinochet) en el 2020, donde el 78% de los que acudieron a votar (casi la mitad del país no lo hizo) optó por el cambio; luego por la elección de una Convención Constituyente de mayoría izquierdista en el 2021 y llega hasta la proclamación de un nuevo gobierno de izquierda en el 2022.

Una sucesión de victorias que, según parecía, iba a llevar a Chile a su “refundación” y que, a juzgar por el documento que la referida convención finalmente elaboró, se interpretó como la oportunidad perfecta para inaugurar un Estado ajustado a cada capricho y sensibilidad progresista habida y por haber. Pero el despertador sonó antes de que el sueño se terminara.

El domingo 4 de setiembre, el proyecto de la nueva Carta Magna chilena fue eviscerado en las urnas. El 62% del país lo rechazó. Un resultado que incluso desafió las encuestas publicadas en la víspera, donde el margen de la victoria del “rechazo” era mucho menor.

Muchos factores explican lo sucedido, pero queda claro que la izquierda sobrestimó la medida en la que representaba las intenciones y deseos de los chilenos, al punto de no sentirse obligada a moderar el documento constitucional para hacerlo más digerible. Así, el resultado fue una propuesta de 170 páginas (alargada por el empleo esmerado de lenguaje inclusivo) que se leía como una oda al progresismo más delirante y a la irresponsabilidad fiscal. Entre otras cosas, ahí la igualdad ante la ley se licuaba con tribunales autónomos para las comunidades indígenas, se forzaba la paridad de género en todos los puestos de liderazgo en el Estado, se daba a los sindicatos rienda suelta para convocar huelgas a su antojo y se disparaba drásticamente el gasto estatal. En suma, una nueva constitución en la que la mayoría de los chilenos no se hallaba ni moral ni políticamente y que estaba condenada al fracaso.

Muchas conclusiones pueden sacarse del experimento constituyente chileno. Debe quedar claro, por ejemplo, que ningún cambio significativo puede emprenderse sin trabajar políticamente para lograrlo, lo que involucra no solo convencer a la ciudadanía de la potabilidad de lo que se propone, sino también dejarse convencer sobre concesiones que uno mismo debe hacer. No se puede legislar de cara a la ideología y de espaldas a la realidad.

La izquierda, además, debe ser más humilde. A pesar de lo mucho que aseguren ser los máximos intérpretes de la voluntad del “pueblo”, es claro que no lo entienden tanto como quisieran. Por ello, el progresismo también debería pensar más en su público a la hora de hacer política y, por ejemplo, abandonar el ‘shock’ como estrategia. Escenas grotescas, como la del video de la ‘drag queen’ que se saca una bandera chilena del recto durante un evento del “apruebo”, pueden sintonizar con algunos histriónicos, pero ahuyentan a la mayoría.

Pero la lección más importante se la llevan los votantes chilenos. Les toca elegir una Convención Constituyente que pueda, ahora sí, apostar por un consenso que los represente de verdad y que elabore una constitución que le dé primacía a las libertades individuales, le ponga límites al Estado y proteja la igualdad ante la ley.