El asediado, como en un castillo, sobrevive como puede. Con pocas defensas, es cierto. Pero una cosa es la dificultad para remover al presidente de la República y otra que se lo defienda porque se trata de una campaña de la “derecha” y el “golpismo”. Incluso si eso fuera cierto, la cantidad y diversidad de evidencias que se muestran diariamente hacen de Pedro Castillo un presidente indefendible.

Somos uno de los países históricamente más inestables de la región. En dos siglos hemos tenido 123 gobiernos y 25 golpes de Estado. Solo a inicios del siglo XX tuvimos cuatro gobiernos sucesivos nacidos de las urnas y tuvo que pasar casi un siglo para repetir un escenario igual. Así, se sucedieron Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski (PPK) y Pedro Castillo. Sin embargo, con la democracia reconstruida luego de la década autoritaria de Alberto Fujimori, la inestabilidad con corrupción ha crecido enormemente.

Nuestro se ha configurado de tres maneras. La primera, teniendo un presidente fuerte con mayoría parlamentaria –lo que dificultaba su contrapeso– (Prado 1939 y 1956, Fujimori 1995, Belaunde 1980, García 1985). El Ejecutivo no era controlado ni asediado por el Parlamento, ni el sistema de justicia, porque no podían o no querían. Las mayorías absolutas en el Parlamento hacían imposible cualquier control, pese a que la corrupción, el descrédito y el mal gobierno se extendían. Los mandatos se cumplían, nadie planteaba la renuncia o la vacancia, pese a la erosión de las instituciones. Pero, en todos los casos, los presidentes terminaron desaprobados, incluso fugando del país, como Fujimori.

Un segundo tipo es el compuesto por presidentes débiles con mayorías opositoras, como son los casos de Bustamante 1945, Belaunde 1963, Fujimori 1990 y PPK 2016. En este grupo de gobiernos, tanto el Poder Legislativo como el sistema de justicia controlan y someten al Ejecutivo, teniendo entre sus efectos la baja o nula gobernabilidad o el fin adelantado del período presidencial, sea por golpe de Estado (1948, 1968 y 1992), renuncia (PPK 2018) o vacancia (Vizcarra 2019). De esta manera, la baja gobernabilidad y la corrupción se mostraban con mayor facilidad. Un menor peso de los partidos (Apra y fujimorismo) ha creado también una mayor autonomía del sistema de justicia, pero también se incrementó la judicialización de la política a niveles extremos.

Un tercer grupo de gobiernos, los menos, es en el que el Ejecutivo no tiene mayorías parlamentarias, pero tampoco la oposición, como los casos de Toledo 2001, Alan García 2006 y Ollanta Humala 2011. Los gobiernos tienen bancadas significativas y con capacidad de acuerdos parciales con otras. Es el período de mayor estabilidad, ayudado por el mayor crecimiento económico que se recuerda. El sistema de justicia no es visible en las relaciones entre los poderes, los mandatos se terminan, la renuncia y vacancia no son banderas opositoras, aun cuando todos los presidentes terminan desaprobados y los casos de corrupción no son ajenos.

Si la inestabilidad, la ingobernabilidad y la carencia de políticas públicas duraderas no han resuelto los problemas del país, ¿se debe a que el presidencialismo no ha funcionado o es por nuestro modelo de presidencialismo parlamentarizado? Si esto último es cierto, habría que modificarlo. Pero ¿se puede modificar con los partidos informales y altamente personalizados que tenemos? ¿Se puede lograr con las élites políticas que creen que la democracia es el sistema de normas solo cuando les conviene? ¿Hay que esperar entonces que todo cambie para hacer los cambios? Si eso es así, entonces lo único permanente será nuestra inestabilidad.

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP