Nuestro sistema universitario colapsó hace tiempo. La solución en los 90 fue abrir la posibilidad de creación de universidades privadas con fines de lucro, con pocos requisitos de exigencias, al tiempo que se abandonaba las públicas. El resultado fue que, salvo un puñado de universidades que lograron ofrecer un servicio educativo de calidad, la gran mayoría sirvió para enriquecer a dueños y promotores, estafando a miles de estudiantes que, pagando poco, recibieron también poco. Miles de egresados se encontraron con un mercado laboral que no los absorbía o que los relegaba a puestos de baja remuneración. El sueño legítimo de muchas familias de entregar una educación superior a sus hijos se vio frustrado. O, en muchos casos, resignado, en un país en el que la informalidad despliega sus limitaciones y miserias por todos lados.
En el 2015 se promulgó la Ley Universitaria N° 30220 y se creó la Sunedu, el organismo regulador que debía otorgar las licencias de funcionamiento a las universidades. Para conseguirlas, estas debían cumplir exigencias mínimas –no máximas–. Luego de cinco años, 95 instituciones obtuvieron licencia: 47 universidades públicas, 46 universidades privadas y dos escuelas de posgrado.
Los logros han sido evidentes: crecieron el número de publicaciones en Scopus o Web of Sciencie, así como el número de docentes a tiempo completo y con posgrados. No solo se denegó licencias a universidades, sino también se cerraron especialidades y programas de pre y posgrado que no cumplían con un mínimo de calidad.
Pero así como hay beneficiados, también hay perjudicados. Al lado de los alumnos estafados están los dueños y promotores a los que se les arrebató la gallina de los huevos de oro. Por lo tanto, ahora hacen lo indecible para revertir esta situación intentando modificar la ley, no para mejorarla, sino para intervenir a la Sunedu y dar otra prórroga a las universidades. El lobby hace su trabajo en el Congreso y en el Gobierno. En ambos poderes están presentes varios políticos malformados –si es que alguna formación tienen– en esas universidades con licenciamiento denegado o que tienen vínculos con ellas. Varias de estas universidades, hay que recordar, han financiados campañas electorales. Ahora quieren su retribución.
No es casual, por eso, que representantes de la Universidad Peruana del Centro, la Universidad Telesup, la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, la Universidad Católica Los Ángeles de Chimbote, entre otras, todas con licencias denegadas, se hayan reunido con congresistas de Perú Libre, Renovación Popular, Fuerza Popular, Avanza País, Podemos Perú y Acción Popular, que luego han salido a apoyar dictámenes de ley con un claro sentido de contrarreforma. A ellos se ha sumado, lamentablemente, la rectora de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos que para licenciarse tuvo que desistir de seguir ofreciendo 142 maestrías, tres programas de doctorado y 10 programas de pregrado en los que buena parte de la plana docente no cumplía con los requisitos mínimos de la Ley Universitaria para ejercer la enseñanza: el 20% no tenía título profesional, y entre docentes ordinarios y contratados, el 37% no tenía posgrado. La respuesta ha sido una campaña por la “autonomía universitaria” que ya el Tribunal Constitucional (TC) ha negado en sendas resoluciones.
La modificación a la Ley Universitaria está en la agenda del pleno del Congreso. Es probable que las bancadas, que tienen en algunos de sus miembros claros vínculos con universidades con licencia denegada, obtengan la mayoría y aprueben la ley que no es muy seguro que el Ejecutivo vaya a observar. Ese será el duro golpe a lo avanzado en la reforma universitaria y los políticos que la apoyen se verán en el espejo de su mala formación, pero proyectándola al universitario peruano.
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