Una de las grandes tragedias de la naturaleza es que la destrucción es mucho más rápida y llamativa que la paciente construcción. Un bosque al que le tomó siglos madurar puede ser arrasado en días por un incendio. Un terremoto se encarga de dejar en escombros a una ciudad que fue ganando terreno, poder y prestigio año a año. Una guerra sega vidas y borra del mapa en semanas lo que generaciones construyeron.
Algo similar pasa en la economía y las políticas públicas. Las empresas y los ingresos de las familias no crecen de un día a otro. El ecosistema económico toma décadas en evolucionar, madurar y sofisticarse. Al igual que un bosque, su éxito depende de que se pueda desarrollar a largo plazo en condiciones adecuadas: seguridad jurídica, capital humano productivo, presión fiscal y burocracia razonable, inflación bajo control, disponibilidad de crédito, entre otros.
A tropezones, esta ha sido la trayectoria de la economía peruana en las últimas décadas. Pasó de ser la economía de la región con el menor crecimiento entre 1975 y 1992 –cercano al 0% en promedio anual– a ser la de más rápida expansión entre 1993 y el 2019 –con poco menos de 5%–. Eso permitió que la pobreza bajara fuertemente y la clase media se expandiese en Lima y fuera de Lima.
Pero, aun creciendo a tasas altas, este es un proceso de mejora lento. Como referencia, durante el siglo XX, cuando se consolidó como potencia global, EE.UU. creció a una tasa promedio anual de 3,5%. Steven Pinker, psicólogo cognitivo canadiense, suele apuntar que nuestro cerebro es seducido fácilmente por noticias negativas o grandes eventos destructivos –una hambruna, una guerra, una epidemia–, pero le cuesta asimilar las pequeñas victorias del día a día que van construyendo el largo plazo en circunstancias normales, a pesar de que a fin de cuentas estas últimas son los que más importan.
Para la economía del Perú, el COVID-19 cayó como una bomba. En cuestión de meses destruyó, y sigue destruyendo, empresas y puestos de trabajo que costó décadas construir. Sin embargo, a pesar de lo dramático de la situación, las bases del país son suficientes para eventualmente superarla. En las condiciones adecuadas, la naturaleza tarde o temprano se regenera de las catástrofes; la economía también.
No obstante, en el afán político de sofocar el incendio, lo antes posible y como sea, estamos corriendo el riesgo de contaminar la tierra fértil y dañar las condiciones que la economía necesita para volver –lentamente– a prosperar. Forzar a las entidades financieras a condonar o reprogramar créditos le sirve bien a quienes actualmente tienen deudas, pero le costará a quienes necesiten créditos en el futuro. Eliminar peajes ayuda al bolsillo de quienes hoy transitan esas vías libres, y a la vez marca un precedente peligroso para cualquiera que piense en animarse a invertir en infraestructura en el Perú. Usar ahorros de las AFP puede aliviar el estrés financiero de muchas familias, al costo de dejarlas sin pensión más adelante. Sectores políticamente expuestos, como educación, salud, energía o telecomunicaciones, pisan sobre terreno incierto y están más cerca de reducir su exposición al riesgo nacional que de incrementar sus inversiones aquí. La seguridad jurídica parece opcional. Por años el Perú logró, con relativo éxito, evitar las trampas populistas en las que cayeron otros países de la región; hoy coquetea inocentemente con ellas. Priorizando el corto plazo en medio del incendio, estamos comiéndonos la última fruta que quedaba, con semilla y todo.
Para destruir, entonces, lo logrado en décadas, se requieren dos etapas veloces y casi simultáneas. La primera ocasionada por el COVID-19 y sus consecuencias inmediatas. Este es el incendio prácticamente inevitable. La segunda es el deterioro de las condiciones que nos permitirán recuperarnos. Esta sí es evitable, pero parece inconcebible que nos dejemos llevar de las narices hacia ella. Destruir es rápido. Construir es lento. Construir sin condiciones para hacerlo es imposible.