Ha vuelto el Papa a pontificar sobre el estado del mundo. Su nueva encíclica es una mezcla de consejo religioso, análisis político y propuestas específicas de política pública. Arremete contra la globalización y ciertas formas de populismo, especialmente de derecha.
Tal como previos escritos del Papa, el documento no logra convencer porque muestra un desprecio hacia los hechos y la evidencia. Además, condena el individualismo y el nacionalismo como si fueran partes del mismo fenómeno en vez de ser conceptos opuestos y, hasta cierto punto, termina incurriendo en actitudes que la encíclica condena.
Afirma el pontífice que: “El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente” y recurre a “teorías mágicas”. Como respuesta, el liberal sueco, Johan Norberg, propone debatir con el Papa sobre qué escuela de pensamiento es más repetitiva, cuál depende más de teorías mágicas y cuál cumple mejor.
Resulta cansador repetir los hechos acerca de los enormes avances de la humanidad respecto a la reducción de la pobreza y un sinfín de mejoras en el bienestar debido a un mundo más liberal. Pero es necesario cuando se repiten falsedades con tanta frecuencia. Resulta cansador también volver a aclarar que ningún liberal piensa que el mercado resuelve todos los problemas, pues por supuesto que la sociedad civil y el Estado juegan papeles claves.
Pese a que el Papa dice que “la verdadera sabiduría requiere encontrarse con la realidad”, desestima data, como la de pobreza, que dice basarse en criterios que no corresponden con la realidad. No explica cuáles son los criterios correctos. Una sección de la encíclica sobre “los beneficios y límites de la aproximación liberal” es mayormente crítico, entre otras cosas, de los “intereses económicos no regulados”. Me gustaría saber en qué país no se regula. En todo caso, no existe semejante sección dedicada al socialismo.
En lo que sí estoy de acuerdo con el Papa es en su crítica a los países ricos, influenciados cada vez más por el populismo de derecha, que cierran sus fronteras hacia la inmigración. Eso, sin embargo, es reconocer el problema de un mundo no globalizado respecto del movimiento de las personas. El Papa condena el miedo hacia el otro que lleva a que los países levanten muros para supuestamente proteger sus costumbres y sus culturas. Dice, además, que la mejor manera de dominar a la gente es propagar la desesperación y rechaza la hipérbole como herramienta política. Esto es correcto, pero parece olvidarse de que su última encíclica advertía sobre resultados catastróficos para la humanidad de no hacerse cambios radicales como los que sugería.
A la misma vez, el Papa culpa a la globalización de imponer nuevas formas de “colonización cultural” al promover la apertura comercial y financiera. Lamenta que la cultura occidental atraiga gente que terminará decepcionada. Sin caer en provincialismo excesivo, dice que hay que proteger lo local y no abandonar tradiciones. Pero el proteccionismo comercial y financiero al que se refiere el Papa suena demasiado parecido al proteccionismo migratorio de los nacionalistas que el Papa denuncia. Es, simplemente, el otro lado de la moneda.
El mensaje del Papa no es nuevo y ningún aspecto de ello nos debe sorprender. Termina siendo una encíclica dogmática y sumamente ideológica.
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