Tenemos un presidencialismo con incrustaciones de regímenes europeos. Esta fusión ha resultado perniciosa. En los sistemas parlamentarios, el diseño se basa en partidos, en donde los ministros son parlamentarios. El jefe del nace de la elección en el Congreso como consecuencia de la mayoría de un partido o la coalición de varios de ellos. Al ser elegido requiere de un voto de investidura con un plan para su mandato. La oposición, siempre minoritaria, es la que promueve la censura dirigida al jefe del gobierno cuando ha perdido el respaldo del Parlamento y esto supone un adelanto de elecciones. La crisis se resuelve con la disolución del Parlamento que implica también el fin del gobierno.

Bueno, pues, somos el único país en la región que ha importado casi todos los mecanismos parlamentarios. Tenemos la figura de primer ministro (no con ese nombre), pero no dirige la política interna de nuestro país, pues está en manos del presidente. Su designación lo obliga a presentarse ante el Parlamento a pedir un voto de confianza (o investidura) cuando ya ha juramentado y ya está en ejercicio. A esto se le agrega la figura del voto de confianza acotada a una política sectorial y no únicamente a dar confianza al gobierno. Dos negaciones de confianza o censuras del gabinete permiten al presidente disolver el Congreso y llamar a elecciones parlamentarias para completar el mandato sin reelección y permaneciendo el presidente en su cargo. Al importar estas figuras en un modelo base de presidencialismo, se deforman en su naturaleza de origen.

¿Cuál ha sido su dinámica en el diseño peruano? En los mandatos de Toledo, García y Humala, con bancadas parlamentarias mayoritarias o significativas, apenas un ministro censurado y controles parlamentarios moderados. Todo cambió en el 2016, cuando el gobierno de PPK apenas consiguió 18 congresistas de 130. El fujimorismo sacó de la gaveta la figura de la vacancia presidencial distorsionándola y dando inicio a la ruptura de un tácito acuerdo de compromiso con las instituciones democráticas.

Esa figura fue pensada para situaciones de impedimento físico o psíquico en las que el mandatario no puede seguir desempeñando el cargo. Desde entonces, se ha desnaturalizado, usándose como una suerte de juicio político. En los últimos cinco años se ha usado en siete ocasiones. Se multiplicaron las interpelaciones y censuras, así como se usó por primera vez el mecanismo constitucional de la disolución del Congreso en el 2019. El conflicto, en medio de un acelerado proceso de polarización, trepó y, a la desnaturalizada vacancia presidencial, se quiere agregar la de la suspensión. Y, por el lado del Gobierno, inventar cuestiones de confianza carentes de sustento.

Tenemos un presidente sin formación ni liderazgo y sujeto de toda sospecha de corrupción, así como representantes parlamentarios de pésimo desempeño legislativo, entusiastas del control político y, si la prensa hurgara como lo hace con el Ejecutivo, encontraríamos en varios congresistas a candidatos a estar tras las rejas.

Pero, a la falta de compromiso con la democracia y con un nefasto diseño institucional, se agregan ahora modificaciones inconstitucionales, prácticas torcidas de las normas que nos están dejando desafortunados antecedentes que nos pasarán facturas en el futuro cercano. Se hace imperioso precisar que la vacancia por permanente incapacidad “moral” se refiera a psíquica, incorporar la clara figura de juicio político al presidente de la república por causales de corrupción, así como repensar y reformar nuestro diseño institucional que no canaliza el conflicto, sino lo ahonda. Lo que tenemos, pues, es esta suerte de parlamentarismo criollo.

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP