¿Se imaginan trabajar todos los días con gente en la que no confían? ¿Se imaginan hacerlo durante cinco años?
Para nadie es sorpresa la tensión existente entre los integrantes del Tribunal Constitucional. Una tensión que creció en los últimos meses a raíz de una serie de sucesos: la discrepancia interna por la decisión de Ernesto Blume (entonces presidente del TC) de priorizar la resolución del caso de la prisión preventiva de Keiko Fujimori y la denuncia de Marianella Ledesma de que quisieron sobornarla para votar a favor de Fujimori; José Luis Sardón le enmendó la plana públicamente y Ledesma se ratificó en su denuncia. Después, se filtró la propuesta de Blume de anular la prisión preventiva de Keiko; las discrepancias en la votación de ese caso se llevaron a los sets de televisión. Poco antes se habían enfrentado por el pedido de incorporación de Gonzalo Ortiz de Zevallos (primo de Pedro Olaechea) como magistrado del TC, que hubiera desencadenado la salida de uno de los actuales tribunos. Se llevó a cabo la elección del nuevo presidente del tribunal, y Ledesma cambió de bando en la votación y salió elegida dejando en offside a Eloy Espinosa-Saldaña.
El último episodio de lo que parece una telenovela jurídica se dio cuando se filtró a la prensa el sentido de la ponencia del magistrado Carlos Ramos. Ramos proponía declarar infundada la demanda competencial presentada contra el Ejecutivo, validando así la constitucionalidad de la disolución del Congreso.
Frente a ello, el TC tomó la decisión de publicar el proyecto de sentencia de Ramos y, además, de transmitir en vivo, mañana, la sesión en la que los siete magistrados discutirán el caso. Un hecho inédito que ha sido saludado de forma casi unánime por los medios de prensa.
Pero seamos sinceros: no ha sido un súbito impulso de transparencia lo que ha motivado esta inusual publicidad. Ha sido la desconfianza entre los mismos jueces el motor y motivo.
Las deliberaciones de tribunales y otros cuerpos colegiados del Estado, por regla general, no son públicas. Está previsto así en la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Tiene una buena razón: queremos que los miembros de un tribunal debatan genuina y libremente, sin tapujos, sin miedo a ser cuestionados por sus reflexiones o por formular ideas que aún no son definitivas. Dotar de privacidad ese debate es una forma de garantizar el diálogo.
El riesgo con esta nueva regla de máxima transparencia es que los vocales no dialoguen. Es decir, que intimidados por las cámaras se inhiban de postular argumentos innovadores y lo único que hagan sea defender sus posturas iniciales. Así, será difícil lograr cambios de posiciones y crear consensos. Tendremos un diálogo de sordos.
Es natural. Las personas somos distintas cuando conversamos en privado que cuando tenemos una cámara y un micrófono en frente. Son totalmente distintos un congresista o un ministro en una entrevista que en una conversación ‘off the record’. El peligro con la nueva regla del TC es que por buscar más transparencia, sacrifiquemos autenticidad y mejores sentencias.
Es paradójico. Hace tres años, un voto filtrado (en el caso de las universidades UPC y UPN) casi termina con una vacancia de Ledesma. Ahora una nueva filtración ha llevado a la suspicacia a su máximo nivel y a una nueva etapa en el TC, en la que quizá ningún proyecto de voto vuelva a ser reservado.