Las recientes elecciones en la región, cada una con su particularidad, han despertado distintas reacciones en el Perú, tanto en actores como en observadores políticos. Entre los primeros, ha llamado la atención el entusiasmo a cada lado del espectro político; en los segundos, entre tanto, se ha notado alguna audacia analítica desde la distancia.
Hay lecturas que vale observar y que, seguramente, brindarán luces para proyectar el futuro en el que podría ubicarse el país en breve. O el pasado del que salimos. Es que resulta necesario indagar si el caso peruano representa la vanguardia de un patrón (como lo fue Alberto Fujimori en su momento) o, más bien, podría constituirse, como en otras ocasiones, en el efecto retardado de alguna tendencia (Alan García 1985-1990, por ejemplo).
Martín Tanaka, por ejemplo, resalta que América Latina “está atravesando un serio problema en cuanto a la legitimidad de las instituciones democráticas, y en cuanto a la representación de los ciudadanos por los partidos y líderes políticos en general” (El Comercio, 22/8/2023). Pero la tendencia trasciende la región y toca, desde hace varios años, a democracias consolidadas como la estadounidense o la francesa.
En cualquier caso, es cierto, como también señala Tanaka, que en el vecindario “las elecciones tienden a tener dinámicas volátiles e imprevistas”, lo que “abre o cierra oportunidades para desenlaces que pueden ayudar a consolidar nuestras democracias, o continuar con su deterioro”. Como puede suponerse, los casos de deterioro, lamentablemente, son mayoría.
Más allá de la mirada general, es útil darle espacio a algo sobre lo que Carlos Meléndez ha venido investigando en los últimos años (lo más reciente, publicado por Cambridge University Press, 2022): las identidades políticas negativas, aquellas que se definen más por la oposición a algo o alguien que por su apoyo. Y, sobre esto, las últimas tres elecciones presidenciales peruanas han sido claros ejemplos.
La mirada que brinda la ciencia política comparada, además, debería ser complementada por un acercamiento a al menos dos aspectos que suelen estar en segundo orden en el debate político coyuntural, tan pauperizado en tiempos recientes: la importancia de la economía y el desarrollo y la administración de infraestructura (sobre todo, la centrada en conectividad). Es que las tendencias políticas y sociales suelen estar estrechamente relacionadas por el impacto de esta dupla.
Sobre la economía, diversos especialistas han venido alertando del sostenido deterioro de diversos indicadores. La solidez macroeconómica sigue siendo un pilar importante, pero sin duda puede resentirse si la situación no mejora. Y si bien sirve de consuelo que el Perú tenga una mejor situación que sus vecinos, es necesario retomar las necesarias señales que promuevan la inversión.
De continuar el discreto desempeño, podría estarse anidando una impaciencia y rechazo significativo, que golpee aún más los avances de los últimos 30 años. Se dan por sentadas cosas que costó varios lustros consolidar.
El desarrollo de infraestructura en el país, por su parte, es un serio pendiente y ha sido muy afectado por los escándalos de corrupción de años pasados. Si bien hay algunos proyectos que finalmente verán la luz en el mediano plazo, lo cierto es que el país sigue teniendo un serio déficit de conectividad, lo que repercute en acrecentar aún más las distancias, geográficas y sociales, ya existentes.
Si se persiste en caminar de manera tan desarticulada, se continuará con los abismos que separan a Lima de las regiones, a la capital regional de las provincias. En suma, a los peruanos de otros peruanos.
Los procesos políticos beben sin duda de lo que pasa en la región. Pero también deberían forzar al país a mirarse en el espejo.