Donde hay corrupción, hay Estado. Las noticias del día convalidan esa relación –desde el tráfico de influencias y posible uso de dineros ilícitos en los más altos niveles en el Perú y otros países latinoamericanos, el escándalo de la FIFA o la coima al que ciudadanos y empresarios de todo tamaño comúnmente recurren–. Donde hay tal conducta, tiende a haber la intrusión estatal excesiva en nuestras vidas.
Suelen lanzarse campañas anticorrupción cuando surgen casos notables de tales delitos, pero la mejor manera de luchar contra la corrupción es lidiar con su causa. Y los estudios muestran que a mayor intervención estatal, hay más corrupción. Tiene sentido ese nexo, pues la sobrerregulación o el gasto público elevado abren las puertas al abuso por parte de burócratas, políticos y otras autoridades, y es un problema particularmente grave en los países que tienen un Estado de derecho débil.
Ese es claramente el caso del Perú. Si bien el país ha liberalizado su economía en décadas recientes, el Leviatán sigue haciéndose sentir. Un ejemplo es la corrupción que ha crecido en los gobiernos locales en la medida que han aumentado sus ingresos, en muchas ocasiones, de manera notable. En varios casos, se debe a que departamentos ricos en recursos naturales sufren de la maldición de los recursos –el mal uso de los ingresos que termina perjudicando el progreso–. Dado que en el Perú hay una institucionalidad débil y el Estado (léase los políticos) es el dueño del subsuelo, es de esperarse tal resultado. La injerencia del narcotráfico eleva aun más la corrupción, para no hablar de la violencia y demás crímenes relacionados. Pero ese efecto de las drogas ilícitas no se debe al negocio en sí, sino a su prohibición, expresión máxima de la intervención estatal en las decisiones de los individuos. Y, una vez más, es el Estado sobredimensionado el que debilita al Estado de derecho.
Por supuesto que el Perú no es el único país que adolece de estos problemas. El escándalo más grande de corrupción en la región se está dando en Brasil. No es casualidad que se trate de una empresa estatal, Petrobras, que ha sido desfalcada por miles de millones de dólares destinados a corromper el sistema político, entre otros fines. El caso regional más ejemplar de la maldición de los recursos, sin embargo, es Venezuela, ahora en plena crisis económica y social. Allí, el chavismo llegó al poder prometiendo una lucha sin cuartel contra la corrupción, la cual, sin embargo, se ha disparado con el crecimiento del Estado, que incluso ha sido infiltrado por mafias criminales.
La crisis de la FIFA también sigue la misma tendencia. Dice el experto Andrew Zimbalist, que así como el Comité Olímpico, el sistema de la FIFA prácticamente garantiza la corrupción pues tiene un monopolio que lidia con múltiples gobiernos. Auspiciar una Copa Mundial significa gastos astronómicos en estadios y demás construcciones que los estudios demuestran que no promueven el desarrollo económico, pero sí benefician ciertas empresas y grupos cercanos al poder político que pueden recibir contratos estatales inflados. No hay que olvidar que las protestas brasileñas en contra del gobierno empezaron a raíz de la cuestionable manera en que se gastaron los US$15.000 millones en el Mundial.
Para Simeon Djankov, el creador del reporte “Haciendo negocios” del Banco Mundial, la mejor manera de reducir la corrupción es reducir el papel redistributivo del Estado. Es un buen consejo que ayudaría también a fortalecer la institucionalidad, siempre y cuando se enfoquen los gastos en funciones legítimas del Estado.