No es fácil opinar sobre los temas de defensa nacional y seguridad interna. Cualquier sugerencia que se desvíe del “desorden establecido” suele responderse con un apanado, proveniente de ex militares y ex policías, básicamente alrededor de la idea de que los civiles no sabemos de estas cosas. Con ese sambenito, la cuestión sobre cómo nos organizamos para defendernos de nuestros enemigos reales queda de manera exclusiva en manos de los “expertos”.
Hay que destapar la olla de esa discusión, me parece, porque de la mano de esos sabios no hemos avanzado mucho, a juzgar por el clima de inseguridad total en el cual se vive en las ciudades y el papelón que acaban de cumplir lastimosamente las fuerzas del orden en el conflicto de Tía María.
En primer lugar, hay una cuestión de prioridades. Si uno mira las cifras, es muchísimo más probable que los ciudadanos seamos víctimas de la violencia comiendo en un restaurante o producto de una bala perdida en un tiroteo de sicarios. O en una toma de carreteras por parte de turbas sublevadas. El narcotráfico, las mafias y los desmanes internos son ahora peligros más reales que las amenazas de una guerra exterior.
Segundo, cómo nos organizamos. ¿Es una aberración cuestionar si el mejor modelo sigue siendo tener una policía paupérrima y tres cuerpos de fuerzas armadas, acuarteladas y llenas de equipos de guerra? ¿Es antipatriótico poner esta discusión sobre la mesa? Claramente algo no funciona porque esa forma de distribuir recursos y responsabilidades no nos trae la paz interna que necesitamos.
En esa misma línea, cabe cuestionar la idea de que los militares, marinos y aviadores solo están preparados para otras misiones y no pueden intervenir en problemas ciudadanos. ¿Y no se les puede entrenar? Cuando los franceses sufrieron un atentando por parte de terroristas islámicos, sacaron a su ejército a las calles. Más recientemente, tras los disturbios raciales en dos estados de Estados Unidos, las autoridades llamaron a la Guardia Nacional, que es en estricto un brazo del ejército norteamericano.
Finalmente, dónde ponemos las prioridades del gasto. Seguramente hay razones para renovar nuestro armamento militar, comprar satélites, barcos y aviones, como se ha hecho, sin escándalos de corrupción afortunadamente, en los últimos años. Es emocionante ver a nuestras autoridades recibiendo esas máquinas de guerra, bautizándolas, tomarse fotos desde los puentes de mando con himnos, banderas y fuegos artificiales.
Compare eso, amable lector, con el despliegue de policías en el Valle de Tambo, sin comida, sin pertrechos, durmiendo en las veredas, cubriendo sus heridas con trapos, esperando la generosidad de la gente para darles agua y fruta. Ahora sabemos que el pobre Alberto Vásquez Durán, fallecido en la asonada de Islay, era un policía de tránsito que enviaron desde Puno, sin entrenamiento ni medios de defensa y soporte adecuados.
No creo que se denigre la memoria de los héroes nacionales, por ejemplo, si se propone, con la misma gente que ya tenemos en los “institutos armados” y policiales, formar un grupo combinado, con armas no letales, hospital de campaña y capacidades logísticas, para ser desplegado de forma inmediata allí donde malos peruanos pretenden imponerse a pedradas.
Lo que se vive en las calles del Perú y lo que se vio en Arequipa, en todo caso, es prueba irrefutable de que el modelo que tenemos no ha funcionado y que toca cuestionar las sabias ideas que nos han dejado donde estamos.