En una entrevista periodística el ministro Alonso Segura se refirió a los “espíritus animales”, aparentemente dormidos, como la causa de que la inversión privada no dé un rugido para sacudirnos de la desaceleración económica. La frase viene del economista británico John Maynard Keynes, aunque antes había ya sido utilizada por otros, como el escritor Daniel Defoe, para describir una cierta predisposición del ser humano a la acción.
Keynes dedica el capítulo 12 de su tristemente célebre “Teoría general del empleo, el interés y el dinero”, uno de los libros más influyentes del siglo pasado, a estudiar lo que denomina el estado de las expectativas a largo plazo. Estas consisten en la evolución futura, en la mente de los empresarios, de variables tales como las preferencias del consumidor, el costo de la mano de obra y la construcción de otras plantas, que determinan el rendimiento esperado de una inversión.
Cualquier proyección que hagamos adolece, sin embargo, de una “precariedad extrema”. No podemos ni siquiera, dice Keynes, pensar en distintos escenarios y asignarle a cada uno una probabilidad de ocurrencia porque no hay ninguna base firme para estimar tales probabilidades. Lo que hacemos, en la práctica, es suponer que el estado actual de cosas se mantendrá invariable, salvo en la medida en que tengamos razones más o menos claras para esperar algún cambio.
Evidentemente, nuestras limitadas capacidades de predicción implican que rara vez nuestras proyecciones se cumplen al pie de la letra. Keynes va más allá –y se equivoca– cuando afirma que, en general, los resultados terminan decepcionando a los inversionistas. ¿Por qué, entonces, seguiría invirtiendo la gente? Por los espíritus animales, responde; por ese optimismo espontáneo que nos mueve a la acción aun cuando el cálculo frío aconsejaría que nos quedáramos quietos. La posibilidad de sufrir una pérdida, “que suele paralizar al pionero”, se deja a un lado, “así como el hombre sano deja de lado la expectativa de la muerte”.
No creemos que la alusión del ministro Segura a los espíritus animales haya tenido la intención de invitar a los empresarios a lanzarse al abismo.
El recurso a los espíritus animales no es más que una manera de evadir la pregunta que hemos formulado más arriba y que pone de manifiesto la insuficiencia del análisis. Keynes da por sentado que el inversionista privado no obtiene, en general, la rentabilidad esperada. Cree además que los espíritus animales serán ahogados por la especulación financiera. Y llega así a la conclusión que desea: “Espero ver al Estado, que está en posición de calcular la rentabilidad del capital con una visión de largo plazo y sobre la base del bienestar general de la sociedad, tomando una responsabilidad cada vez mayor de organizar directamente la inversión”. Solo hay que asumir que el Estado es omnisciente.
¿Hay algo que rescatar de la idea de los espíritus animales? Quizás, si la entendemos como lo que se suele llamar la confianza de los inversionistas. Confianza que no significa que las proyecciones en las que basan sus decisiones se vuelvan, como por arte de magia, más acertadas; sino más bien que estarán libres de influencias extrañas, de decisiones políticas que alteren los cálculos, de protestas que impidan ejecutar las obras. Algo de animal hay en eso, pero de animal racional.