En una columna del diario carioca “O Globo”, se recuerda que el juez Sergio Moro, encargado de conocer la operación Lava Jato, escribió un artículo en el 2004 sobre la intervención italiana Mani Pulite. Allí, reprodujo una frase de Bettino Craxi que le debe resonar muy clara una década después: “Todo el mundo sabe que la mayor parte del financiamiento de la política es irregular o ilegal”.
Lo saben, por supuesto, los brasileños, que desde el año pasado asisten al desmontaje del mayor esquema de corrupción política de su historia. Una red que, se dice, funcionó durante diez años y que habría involucrado a más de cien personas, entre funcionarios de Petrobras, líderes políticos (se habla de cincuenta implicados) y los altos ejecutivos de ocho de las top ten empresas de ingeniería y construcción. En total, se calcula que los fondos sucios superarían los US$3.900 millones.
El esquema básico de esta trama habría implicado la organización mafiosa de las constructoras para repartirse las obras de Petrobras, sobrevaluarlas sistemáticamente y canalizar ese dinero extra a las arcas de los partidos políticos, señaladamente el Partido de los Trabajadores de Lula y Dilma Rousseff.
Las implicancias, allá y acá, de este escándalo son múltiples, graves y de pronóstico reservado. En primer lugar, se pone en entredicho el experimento político del socialismo del siglo XXI que supuestamente encarnaba la izquierda moderna de Brasil. Mentira. No estaban por encima del resto de políticos ni eran moralmente más dotados, solo les faltaba la oportunidad de robar.
En términos concretos, esto amenaza con el ‘impeachment’ a la presidenta Rousseff. Es cuestión de tiempo, dicen, porque los delatores están brotando por todos lados, buscando menores penas a cambio de revelaciones. El domingo pasado, tras el arresto de Marcelo Odebrecht, un grupo de ciudadanos hizo vigilia en São Paulo para pedirle que hable (“Fala, Marcelo”). La revista “Época” ha reproducido un comentario que supuestamente hizo el señor Odebrecht cuando lo capturaron el viernes: “Que se arregle este lío o el lunes no habrá república”.
Las víctimas incluirían también a las constructoras brasileñas, sin duda. Entre ellas las empresas Odebrecht, Camargo Correa, OAS y Queiroz Galvão, todas con presencia en el Perú. Y no hablamos solo del prestigio, sino de posibles responsabilidades de carácter penal y riesgos de continuidad. Ya se discute en Brasil, por ejemplo, prohibirles participar en nuevas licitaciones estatales mientras no se aclare el panorama judicial.
Para las filiales peruanas de esas empresas, no será fácil desmarcarse de los entuertos de sus casas matrices. Esto dará gasolina adicional a quienes ya cuestionan algunas de las obras que han levantado en nuestro país o sus procesos de adjudicación. Todo lo cual, indirectamente, echará más sombras sobre las iniciativas de privatización y concesión, en general. Es decir, cabe esperar en el futuro plazos más largos, más instancias de control y menos disposición a aprobar.
A Odebrecht Perú, en particular, se le puede venir una época complicada. No faltaban entre nosotros algunas suspicacias sobre sus cercanías con el poder local. Pero si el presidente de Odebrecht Brasil es finalmente juzgado y condenado, le será muy difícil convencer a sus empleados, a los bancos locales, a sus socios empresariales, a las autoridades peruanas y a los receptores de sus obras de responsabilidad social que su código de conducta no es solo una declaración vacía en su página web.