Daniel Ortega, el actual presidente de Nicaragua, fue parte del grupo de presidentes del giro a la izquierda en América Latina. Esta ola de gobernantes con tendencia zurda comenzó a fines de la década de 1990 con la elección de Hugo Chávez en Venezuela y siguió con los Kirchner en Argentina, Lula da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia, entre otros. De este grupo, Correa, Morales y Ortega se adhirieron más decididamente al camino de Chávez. Alguna vez Ollanta Humala fue considerado parte de este conjunto y hubo pánico entre las élites peruanas ante el temor de convertirnos en otro anexo más de la influencia de Chávez en la región. Uno pensaría que entre Ortega y Humala habría ciertas similitudes; sin embargo, este presidente centroamericano nos recuerda más a Alberto Fujimori.
Ortega está a poco más de un año de cumplir su segundo mandato como presidente y parece que está listo para competir por un tercer período, lo que haría, si ganase, que ocupe el sillón presidencial por 15 años seguidos. Postuló a la primera reelección con el aval de la Corte Suprema, controlada por su gobierno, que falló que su postulación no era inconstitucional, en una suerte de interpretación auténtica de la Carta Magna. Luego, modificó la Constitución para permitir la reelección indefinida en una Asamblea Nacional controlada por el Frente Sandinista. Historia conocida en el Perú de la década de 1990.
Además, es indudable que Ortega tiene popularidad. Las encuestas lo dicen: es un presidente que mediante una intensa inversión en servicios e infraestructura sociales se ha ganado la simpatía popular. Hoy, a poco menos de cumplir diez años en el poder, tiene más del 50% de aprobación ciudadana. Si las elecciones fueran mañana, arrasaría con la votación. Los nicaragüenses aseguran que durante su mandato se ha expandido la cobertura educativa y de salud, aunque la calidad de estos servicios sigue siendo el punto débil. Eso recuerda los años fujimoristas en que el presidente, en el pico de su popularidad, acentuaba los programas sociales y ofrecía una escuela por día, aunque la calidad no fuera su fuerte.
Sin embargo, lo popular no siempre es lo deseable. Hoy las fuerzas de oposición en Nicaragua protestan por el debilitamiento de la institucionalidad en el país. Y es que los sandinistas controlan los poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial y Electoral. Este acaparamiento total ha generado una reacción en colectivos sociales y partidos de oposición que cada miércoles hacen un plantón frente al organismo electoral exigiendo que las próximas elecciones presidenciales sean transparentes y limpias. Estos grupos reclaman, por ejemplo, la presencia de observadores electorales extranjeros que prevengan posibles fraudes y certifiquen esas elecciones. Esta manifestación ha ido ganando adherentes y representa ahora un elemento de inestabilidad para el gobierno. Por supuesto, estos hechos nos trasladan a fines de la década de 1990 en el Perú, donde la popularidad de Fujimori venía acompañada por una centralización del poder y un avasallamiento de la oposición, y con protestas callejeras de grupos ciudadanos.
Algún desprevenido o malintencionado podría generalizar una vocación antidemocrática y autoritaria en la izquierda a partir de los casos de Chávez, Correa y Ortega, cuando en el Perú tuvimos nuestro propio ejemplo desde el otro lado del espectro ideológico. Esperemos que estas maniobras no se reediten en el Perú. No vaya a ser que el modelo que Alberto Fujimori exportó a América Latina regrese del norte recargado en el 2016 a través de un fujimorismo que no termina de saldar sus deudas con el pasado y afirmar su actual vocación democrática.