José Carlos Requena

Aún se desconoce la fecha cierta de los próximos comicios generales. Solo puede darse por descontado que serán a más tardar en abril. Pero, incluso para ello, se requiere del endose de un que parece avanzar con pies de plomo, con aparente apatía para escuchar las demandas que la social formula, si sirve como indicador el hecho de estar ingresando a la tercera semana del año sin contar una sola reforma constitucional o legal aprobada, al menos parcialmente.

Lo que es evidente es que el entorno en el que se desarrollarán las contará con una toxicidad en varios frentes del debate público. La elección del 2021, con su altísima intransigencia y radicalidad, seguramente será una referencia recurrente, aunque el panorama parece ahora mucho más complicado. La encuesta del IEP (“La República”, 15/1/2023) brinda información particularmente perturbadora.

En primer término, es muy llamativo el considerable crecimiento de la proporción de personas que apoya la eventual convocatoria a una asamblea constituyente, de un 47% en mayo del 2022 a un 69% en enero del 2023 (con picos en el sur, el Perú rural y los más jóvenes –18-24 y 25-39 años–, con 81%, 78%, 78% y 76%, respectivamente).

En el lapso en que se da este crecimiento, casi todas las fuerzas políticas que la promovían, sobre todo en la izquierda, habían bajado los brazos. Los principales sucesos, más bien, fueron el colapso del gobierno de y el surgimiento de la actual convulsión social. Este segundo factor tiene, seguramente, un importante rol en la medición más reciente; de hecho, es parte de la plataforma de la protesta.

Los componentes de este apoyo, sin embargo, traen consigo nubarrones, tanto en materia social como económica. En lo social, la simpatía de propuestas de tinte autoritario (la instauración de la pena de muerte –72%– o el servicio militar obligatorio –74%–) o el rechazo a medidas que propiciarían la inclusión de poblaciones postergadas (73% en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo) presentan un panorama muy desolador.

En lo económico, es preocupante el alto apoyo que recibe la posibilidad de que “el Estado sea dueño de las principales empresas e industrias del país” (51%), como si no estuviera fresco el recuerdo del manejo de Petro-Perú que tuvo la gestión presidencial de Pedro Castillo, para no recurrir a recuerdos que –por lejanos– pueden resultar solo borrosas referencias.

También debe notarse el rechazo a la flexibilidad laboral. La posibilidad, por ejemplo, de que “las empresas privadas puedan contratar y despedir empleados con más facilidad” es resistida por tres de cada cuatro encuestados (74%), a pesar de que recurrentemente se reconoce la rigidez del mercado laboral como una de las razones de nuestra alta informalidad.

Si a lo anterior se agrega la creciente sensación de estar ante un altísimo riesgo de colapso del Estado, como lo reseña –por segundo año consecutivo– el Foro Económico Mundial (“Gestión”, 18/1/2023), el panorama es particularmente desalentador. La información que sirve como base para esta conclusión fue recolectada entre setiembre y octubre del 2022; seguramente con la situación actual la perspectiva sería aún más negativa.

Cuando la convulsión social pase, se abrirá el espacio para un proceso electoral que debería canalizar las demandas de la ciudadanía. El panorama no parece muy prometedor y hasta podría resultar desconcertante, si se opta por ignorar la realidad que se tiene ante los ojos. Así, el país enfrenta una circunstancia que bien podría describirse como una tormenta perfecta. Ante ella, surge la que es quizá una de las pocas certezas que se tiene: la carencia de timoneles que hagan que la embarcación sortee las olas y pueda lidiar con la tempestad.

José Carlos Requena es analista político y socio de la consultora Público