Es cada vez más común ver imágenes en las redes sociales y en televisión de choferes que ignoran las reglas de tránsito sin importarles otros conductores, peatones o ciclistas. La primera imagen que se viene a la mente cuando hablamos de caos en el transporte es la combi asesina (y no falta razón), pero, en el otro lado de la escala social, tenemos a camionetas y autos particulares que también colaboran con la anarquía en las pistas. Para los primeros se ha encontrado una explicación: la llamada “guerra del centavo”, definición precisa ofrecida por Claudia Bielich en una investigación publicada por el Instituto de Estudios Peruanos.
Sin embargo, las infracciones a las reglas de tránsito no son solo de choferes de combi. En imágenes, frecuentemente también vemos cómo exclusivas camionetas invaden la vereda y se estacionan donde mejor les acomoda, cómo modernos hatchbacks se estacionan en los lugares reservados para discapacitados y cómo cómodos sedanes invaden la vía de emergencia de la Panamericana para esquivar esa molesta fila de carros que regresan de la playa. Cabe la pregunta: ¿en qué guerra están involucradas estas personas? En la guerra del centavo por supuesto que no. Para estos choferes, saltarse las reglas de tránsito, reglas de convivencia al fin y al cabo, no es una cuestión de sobrevivencia.
Alguien podría argumentar que es la búsqueda del interés propio por sobre el interés de los demás. ¿Para qué perder tiempo buscando un estacionamiento si puedo parar aquí en la vereda? ¿Para qué perder tiempo en la Panamericana si puedo avanzar por el carril de emergencia? Al final, como todos buscan su beneficio personal, el resultado social es un desastre. Es lo que se llama la tragedia de los comunes. Esta explicación, sin embargo, no discrimina entre la combi y la camioneta.
Las personas que manejan estos modernos carros se supone que han accedido a una educación por encima del promedio nacional y que cuentan con ingresos medios o altos. Estos ingresos quizá sean el factor explicativo de ese desdén con el resto de conductores y peatones. Se sabe por estudios psicológicos que el dinero transforma a las personas, y se ha demostrado que cuando una persona siente que se está enriqueciendo vocifera más, hace demostraciones de poder más frecuentemente, actúa mucho más groseramente y, en general, es menos capaz de ser empática con sus semejantes, es decir, de ponerse en los zapatos de los demás. Esta situación se agrava en contextos de desigualdad, como en Estados Unidos, donde los estudios se realizaron y este grupo de personas convive con la pobreza. Entonces, estas personas que se han beneficiado de la bonanza se sienten con derecho a priorizar sus intereses sobre el interés del resto y, consecuentemente, se comportan con el fin de satisfacer ese interés propio a costa del de los demás.
No es difícil extrapolar estos resultados a nuestra realidad. Hemos vivido varias décadas de crecimiento económico en que un grupo de peruanos ha accedido a niveles cómodos de vida. Ese grupo convive a diario con la pobreza que sigue afectando a millones de personas. Es probable entonces que este grupo haya experimentado un bajón en sus sentimientos de empatía con los otros y haya visto aumentar su impresión que, dado su éxito y logro personal, pueden ir en detrimento del interés de los demás. Una consecuencia inesperada del crecimiento económico sería entonces una guerra de hostilidades, en los que unos luchan por su sobrevivencia y otros son incapaces de ponerse en los zapatos de los demás.