¿Hay que hacer algo?, por Carlos Adrianzén
¿Hay que hacer algo?, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

Cada vez que emerge un problema en nuestro país, lejos de reflexionar qué podemos hacer mejor, no falta un iluminado que plantea hacer un cambio significativo. Una reforma integral, en jerga de estos tiempos. Pero, contrariamente a lo que se supone, ceder a la tentación de “hacer algo” (en forma apresurada y usualmente nada transparente) ha sido a lo largo de nuestra historia una fuente de corrupción, desperdicio de recursos e, incluso, de amplificación de los problemas. 

Episodios emblemáticos de corrupción e ineptitud económica –como el Oleoducto Norperuano en la dictadura militar, las políticas de tipos de cambio múltiple en el mercado único de cambios (el llamado dólar MUC) o las recientes subastas de afiliaciones en el sistema previsional privado– se justificaron fácilmente con la frasecita “hay que hacer algo”. Así, frente a un problema producto de la impericia burocrática o por los afanes angurrientos de alguien (políticos, burócratas o mercaderes) de lucrar irregularmente, se alude a una urgente necesidad de actuar. Por este motivo, antes de caer en la angurria del “hay que hacer algo” resulta clave respondernos un puñado de preguntas. 

Las primeras caen de maduras. ¿Es una angurria justificada? ¿Acaso no bastaría esperar que los procesos maduren? Aquí hay que reconocer que los mercados competitivos no son mágicos. No es que fracasen en el corto plazo, es que funcionan en el largo plazo, con estabilidad y reglas que faciliten la competencia. El “fracaso del mercado” en el corto plazo es pura ideología arraigada.

Descartado esto, las siguientes preguntas son también simples. ¿Ese “hacer algo” es una barbaridad popular o es auspiciada por algún poderoso lobby? No olvidemos que quienes se benefician de los elefantes blancos (digamos el lujosísimo edificio del Banco de la Nación en la avenida Javier Prado o la ampliación de la refinería de Talara) van a defender estos proyectos como necesarios para el crecimiento económico. Otra pregunta de rigor muerde. ¿Hay angustia fiscal? Aquí, las desconfianzas son pocas. En un ambiente institucionalmente débil, los abusos (sugestivos cambios de reglas, expropiaciones o tributos arbitrarios) son la norma; no la excepción.

En pocos días ingresará al gobierno un nuevo Ejecutivo y un nuevo Legislativo… de diferentes canteras políticas. Y esto es una bendición. Gracias al control simultáneo del Ejecutivo y el Legislativo, a ciertos gobiernos pasados les fue sencillo hacer ‘pachotadas’. El pago de deudas electorales, la promoción de proyectos de allegados u otros flagrantes errores económicos ocurrieron fácilmente porque resultó popular sostener que había que hacer algo ya. Ahora no debería pasar esto, gracias a la tan vapuleada lucidez del elector peruano (o, tal vez, a la buena suerte). En los próximos años el Ejecutivo tendrá que ejercer liderazgo y el Legislativo constituirse como un compañero de viaje, lúcido pero desconfiado.

Por ejemplo, el tan voceado afán de introducir por enésima vez una reforma dizque integral al sistema previsional privado. En tiempos en que el nuevo Ejecutivo estará más que desesperado por obtener recursos para poder gastar, debemos ser desconfiados. La palabra reforma integral se presta para todo. No se debe olvidar que los ahorros en juego no son ni de las administradoras, ni de la burocracia gastadora ni de todos los peruanos. Es dinero de los afiliados. Aquí, más que una nueva regulación estatal, lo que se requiere es más mercado. Es decir, agilizar la normativa para permitir una mayor diversificación del riesgo global, así como mayores oportunidades de ahorro y jubilación a los trabajadores. Y a mirar a otro lado.