¿Estamos condenados la humanidad y el planeta a la ruina si no tomamos medidas radicales de alcance global? El papa Francisco piensa que sí. “El estilo de vida actual, por ser insostenible, solo puede terminar en catástrofes”, dice en su nueva encíclica sobre el cuidado al ambiente. Según el pontífice, hay que disminuir el consumo y detener el “crecimiento voraz” que perjudica a la ecología y en particular a los pobres del mundo.
Al emitir la encíclica, el Papa se une a una larga tradición pesimista sobre el destino del hombre. Fue hace más de 200 años –cuando alrededor de mil millones de personas habitaban el mundo– que el reverendo Malthus argumentó que las hambrunas y las enfermedades limitarían el crecimiento de la población, pues la economía no daba para más gente. Desde entonces, no han dejado de aparecer predicciones catastróficas.
A mediados del siglo XIX, el prominente economista William Stanley Jevons acertó la “imposibilidad” de que el progreso continuara por mucho más tiempo debido al agotamiento del carbón. En los años 60 del siglo XX, el influyente biólogo Paul Ehrlich predijo que cientos de millones de personas morirían de hambruna en la próxima década. En los años 70, el Club de Roma publicitó su reporte sobre los límites al crecimiento que predecía un agotamiento completo de los más importantes recursos naturales dentro de 30 años y una catástrofe consecuente.
Por supuesto, ni esas ni otras predicciones pesimistas se han materializado. Al contrario, la humanidad está viviendo los mejores tiempos de su historia. Las mejoras en todo el rango de indicadores de bienestar humano –expectativa de vida, acceso a agua potable, salud, mortalidad infantil, etc.– han sido impresionantes, especialmente en las últimas tres décadas en los países en desarrollo. La brecha entre los ricos y los pobres del mundo, en términos de ingreso y de estándar de vida, se está cerrando. Desde 1960 la población mundial ha aumentado de 3 mil millones de personas a 7,2 mil millones, a la vez que el ingreso per cápita promedio subió en 160%. Los precios de la mayoría de las commodities han caído –lo que indica que son relativamente más abundantes– y los del resto han aumentado a un ritmo inferior al de los ingresos.
Detrás de este progreso inédito humano ha estado el avance del mercado alrededor del mundo, y el crecimiento económico y desarrollo tecnológico que este trae. Pero la encíclica del Papa es justamente una crítica al libre mercado que ignora o minimiza la rapidez y escala del progreso humano. El Papa se equivoca también al acertar, como tantos que le precedieron, que nos espera la catástrofe si no implementamos un cambio fundamental que les da todavía más poder a la clase política y a las burocracias internacionales. No hay razón alguna por qué prestarle más credibilidad a este argumento actualizado que a los anteriores.
Lo novedoso es que el alarmismo de hoy se hace en el contexto del cambio climático, al que se le atribuye un sinfín de daños alrededor del mundo que serán mayores en un futuro. Pero es una cosa reconocer la realidad del calentamiento global causado por el hombre y es otra cosa proponer políticas para enfrentarlo. Y allí está el debate. Lo que propone el Papa –limitar el crecimiento económico y reducir el papel del mercado– afectaría a los pobres más que a nadie y reduciría los recursos e incentivos para cuidar el ambiente (son los países ricos los que mejor han podido cuidar su ecología). Felizmente, la encíclica invita a “un debate honesto”, cosa que el padre Robert Sirico –quien tilda buena parte del documento de “imprudente”– y otros en la Iglesia ya empezaron. Aprovecho para hacer una predicción no alarmista: en vez de aceptar las recomendaciones del Papa, el mundo seguirá enriqueciéndose y así adaptándose con mayor facilidad al cambio climático.