Gonzalo Ramírez de la Torre

La (IA), como concepto, está lejos de ser una novedad. La idea de un ente digital capaz de emplear y acumular conocimiento, procesarlo y dirigirlo a resolver tareas o a asumir comportamientos antaño limitados a los humanos ha sido materia de muchas obras de ciencia ficción y la esencia de mucha de la que usamos cotidianamente. Pero la aparición de herramientas como DALL-E, capaz de producir imágenes a partir de una descripción textual, y ChatGPT, capaz de escribir cualquier tipo de texto a solicitud del usuario, ha colocado más atención e interés que nunca sobre la IA, con Microsoft, Google, Amazon y Meta invirtiendo miles de millones en su desarrollo.

La IA, como muchos avances tecnológicos a lo largo de la historia, genera tanto temor (“¡dominará el mundo!”, “¡nos dejará sin trabajo!”) como ilusión. Sobre todo, por el hecho de que sus capacidades y limitaciones aún no se conocen. Y tanto el miedo que genera como la popularidad de la que goza la hacen un objetivo fácil para que el Estado empiece a evaluar regularla, limitarla. Una pésima idea.

Primero que nada, que la tecnología genere miedo y reparos es común. Y estos pueden tener que ver con preocupaciones de corte hollywoodense, como la posibilidad de un apocalipsis marcado por la supremacía malvada de las máquinas, y otras más elementales, como la posibilidad de que una nueva herramienta haga redundantes algunos trabajos. Sobre las primeras actitudes de la gente hacia la electricidad en Estados Unidos, por ejemplo, el historiador Daniel Czitrom ha descrito que era percibida como “oscura, misteriosa e impalpable”, que vivía “en el cielo y conectaba lo espiritual con lo material”. Hoy, la electricidad ha perdido todo lo sombrío.

Con respecto al impacto de la IA en algunas profesiones, no podemos tapar el sol con un dedo: algunos trabajos devendrán obsoletos. Pero esa es una pésima razón para tratar de ponerle límites. Es lo que hizo el foco con los encendedores de faroles de aceite. Y el automóvil con los fabricantes de carretas de madera. En todos los casos, el beneficio para la humanidad fue más significativo que el perjuicio a una minoría y más que olas de desempleo hubo mucha adaptación y migración a empleos con mayor demanda. Entre 1920 y 1940, por ejemplo, la adopción en EE.UU. de sistemas telefónicos que permitían al usuario marcar directamente el número de la persona con la que quería hablar hizo que se temiera por el futuro laboral de las operadoras telefónicas. Sin embargo, según un artículo del “National Bureau of Economic Research” de ese país, el impacto general en la tasa de empleo no fue significativo y se aceleró el salto a otros oficios.

Se trata, además, de un proceso intrínseco a la evolución de la sociedad. La misma que ha estado definida por la libertad y creatividad con la que el humano ha usado la tecnología que ha inventado. Y basta con ver cómo hemos avanzado como especie para saber que, en general, siempre ha sido para nuestro bien.

Pero más allá de todo, no se puede regular algo sin conocerlo. La tecnología que nos ocupa aún está en pañales y es precisamente en este período cuando menos se necesitan los obstáculos de la burocracia. Solo el uso difundido de la IA y la competencia (esperamos intensa) entre las firmas que quieren potenciarla permitirá que empecemos a entenderla del todo. Lo segundo, además, seguro servirá para limar algunas de las preocupaciones éticas que puedan surgir: bastará que una empresa, por ejemplo, transparente las características de los algoritmos que usa para que los usuarios les exijan lo mismo a las otras.

Con el crecimiento y optimización de la IA, en fin, vendrá la tentación de amarrarla con y normas. Y quizá, si se trata de defender las libertades individuales, valga la pena, si se hace con cuidado. Pero el miedo a lo desconocido no es una buena excusa.